miércoles, 28 de noviembre de 2007

¿Se me lee la FIL en la cara?




¡Quién sabe cuántas ediciones de la Feria Internacional del Libro llevo en las espaldas!

No me pongo melodramático, mucho menos cursi, porque la FIL para mi es más un costal de anécdotas, ligues y guarapetas monumentales que un cúmulo de experiencias intelectuales. Total, el amor por las letras lo agarra uno entre pecho y espalda sin necesidad de que te anden arreando a ceremonias bibliofílicas.

El juguetito especial de Raúl Padilla representa para su servidor un grato acontecimiento porque es, primero, la oportunidad para reencontrarte con viejos camaradas periodistas y escritores que no veías desde el bailazo en la Mutualista o el Veracruz de la edición anterior y con los que en vez de continuar con la sempiterna discusión de por qué no se lee en México, mejor te dedicas con singular alegría a vaciar botellas como si fuéramos poseídos por los demonios del finado Bukowsky.

Segundo: me trae excelentes recuerdos, fue en la FIL donde comencé a convencerme que lo mío, lo mío, era vomitar letras sobre las páginas blancas. Ahí arrancó de golpe y porrazo mi prometedora carrera de escritor (Ey, si…) haciendo reseñas de libros para Radio UdeG. Ahí en la FIL tuve imborrables romances con féminas cuyo nombre ya no recuerdo y le robé algunos tips a escritores que entre cuba y cuba soltaban sus secretos narrativos como si los que escuchábamos les fuéramos a hacer caso o pudiéramos asimilar su talento.

Veo hacia atrás y una maliciosa sonrisa me parte la cara. Ahí está el Negro Guerrero armando escándalo de nuevo gritando a todo pulmón el nombre de un escritor marginado a medio pasillo como si fuera una escena en que el padre ve venir a hijo pródigo en parábola religiosa. Ahí está el insolente Carlos Martínez Macías, con una botella ya puesta y en busca de sustancias más propias de la madrugada, mientras recita a Burroughs. Aquí llega Jorge Herralde, editor de Anagrama, contándonos sus anécdotas con Bolaño mientras saborea un taco de frijoles en su antihomenaje.

Por allá se asoma esa chica, cuyo nombre me reservo, que me dio la exclusiva de su figura desnuda antes de que posara para candente calendario que espero haya decorado talleres mecánicos de buena reputación. Qué lejanos parecen esos días en que uno podía conquistar a una mujer hablándole de literatura, chale, parezco viejito.

O quizá si estoy viejo, y por eso ya nunca encuentro en la FIL los libros que quiero comprar. Me harté de pedir en Tusquets, Mason y Dixon, de Thomas Pynchon, título que año tras año busqué sin encontrar, se transformó en mi Moby Dick literario que terminé cazando en Argentina junto con La Balada del café triste, de Carson MacCullers, también imposible de conseguir por acá.

Este año ya mejor ni voy a preguntar por las novelas de Chuck Palahniuk pa’ no sufrir el desaire.

Escarbando en mis memorias encontré este textito que escribí hace algunos años, cuando el invitado de honor era Cuba y por doquier sonaban alegres sones, hasta que como siempre, sacamos el cobre:

QUEBRADITAS LITERARIAS

¡Ah que la FIL!, verdadera babel de ideologías, por un lado, Compay Segundo mantiene una agradable conversación con la prensa mientras por el otro, el atronador sonido de la tambora sinaloense marca el ritmo en el área ¿cubana? gracias al auspicio de una televisora. Aparecen las primeras narices respingadas de quienes ven la presencia del ritmo de caballito en la Expo como una afrenta estilo OCLAE contra Letras Libres. Mientras tanto, a un par de prestadores del servicio social se les acabó el espiritu servicial y al grito de “¡móntese mi reina! Le sacan el polvo a taconazos a la revolucionaria alfombra que sólo había sentido sobre sí la cadencia del Son.

Por cierto, nunca me lo publicaron, jejeje.

Total, las edecanes siguen igual de buenotas y tontitas, sacándose fotos con los asistentes. Están poca madre para admirarlas de lejecitos, no dejarlas hablar y recitarles aquello de Neruda que decía: “me gustas cuando callas, porque estás como ausente”.

En el pasado pasee enamorado por los stands y se siente bien bonito, shalalalalá. Hoy, con quien quisiera recorrer los pasillos no puede, porque anda enfermita y tendré que esperar un rato para convencerla de ponerle la mano encima mientras actuamos poemas de Sabines a sabanazos. Mi maldito esguince cervical me dejó sin fiesta y alcohol esta edición, y los libros de El Santos y la Tetona Mendoza están re caros. Así que dejé a los bullangueros en donde no les estorbe mi “amargosismo” y me vine a escribir este post.

No.

No es la FIL.

Lo que se me lee en la cara es la edad. Bendito sea Dios.

martes, 27 de noviembre de 2007

"¿Qué hace una chica como tú en un lugar como éste?"

Fue la groupie más famosa de la historia del rock. Testigo de los excesos y los lamentos, crónica viviente de la música que terminó por definir el siglo 20. Marianne Faithfull, a quien muchos jóvenes sólo reconocerán como la viejita que sale en el video The Memory remains de Metallica cuenta aquí una parte de su historia ¡Y qué historia, ms cuates! nada más y nada menos que el día que rechazó al gurú Bob Dylan.

se dice que por sus piernas pasaron personajazos como Brian Jones, Mick Jagger, Keith Richards, Roy Orbison, el mismo Bob Dylan, además de Jim Morrison, Jimi Hendrix y David Bowie entre otros lujuriosos rockstars. Sin embargo ha pasado a la historia del rock por su propios méritos, aunque algo le han de haber ayudado sus performances horizontales en las camas de tan ilustres caballeros.

Aquí un pedazo de su biografía que me encontré en el blog de la periodista Marisol García, es una historia larga, pero que se disfruta de la primera a la última palabra. Señoras y señores, se abre el telón para recibir a la Faithfull. Me pongo de pie.




"¿Qué hace una chica como tú en un lugar como éste?"

Y de pronto, Dylan estaba frustrado, lo habían rechazado. Era como si hubiese transgredido los límites de la hospitalidad del gran hombre. Una divinidad del pop se había ofrecido y yo la había esquivado.


Por Marianne Faithfull (publicado en Faithfull, an autobiography, de 1994)


En abril de 1965 descubrí que estaba embarazada. Anhelaba terriblemente tener un hijo, así que cuando supe que estaba embarazada de Nicholas, me sentí muy emocionada. Abrigaba la fantástica ilusión de que casarme y tener un hijo me ayudaría a poner los pies en el suelo... Parecía como si las cosas estuvieran girando fuera de control. Tenía la premonición de que quizá ésta fuera la última oportunidad. En el horizonte veía turbulencia, desplazamiento... sólo Dios sabe qué siluetas amenazadoras. Estaba decidida a sentar cabeza en una dichosa y monótona vida casera.

Me juré que iba a ser "buena". Casarme con John, tener a mi hijo, dejar de ir de hombre en hombre. Quería escapar como fuera de esa vida azarosa. Pero poco debieron de importarle al destino mis planes porque, el 26 de abril, el mismo Dios se registró en el Hotel Savoy. Bob Dylan llegó a la ciudad con sus gafas Phil Spector, una aureola de cabellos y una hirviente ironía.

En aquellos momentos, Dylan era la persona más enrollada de la tierra. El espíritu de la época corría por él como la electricidad. Era mi héroe existencial, el larguirucho Rimbaud del rock, y no había nadie en este mundo a quien quisiera conocer tanto como a él. Sencillamente, era una fan; lo adoraba.

Yo sabía que el tributo tradicional que las fans femeninas dejan a los pies de las estrellas del pop es sexo. Me sentía increíblemente ambivalente. Me decía a mí misma que estaba embarazada, gracias a Dios, ya punto de casarme... Por otro lado, John aún estaba en Cambridge y tardaría un tiempo en volver. Y ojos que no ven, corazón que no siente... Así que fui a ver al gitano.

Aún no estoy segura de cómo llegué. ¡Quizá fuerzas desconocidas me llevaran en contra de mi voluntad! En cualquier caso, me vi en el Hotel Savoy con la mirada clavada en la puerta de su habitación. Como en el fundido de una película, un minuto antes estaba paseando por Oxford Street y, al minuto siguiente, estaba llamando a una misteriosa puerta azul, temblando de emoción. Por supuesto, con Dylan siempre acabas arrastrada a su mundo de mensajes en clave.

Las puertas dejan de ser puertas; adquieren un significado kafkiano. Hay respuestas al otro lado.
Detrás de la puerta azul, había una habitación llena de jóvenes excéntricos, prostitutas, estrellas del pop, camareros con pajarita, cantantes de folk, escritores mercenarios de Fleet Street, managers, rubias y beatniks. A algunos los conocía, como a Mason Hoffenberg, un amigo de John, y a Bobby Neuwirth, al que vi en un rápido viaje a Nueva York el año anterior. Otros me resultaban familiares del Top of the pops o de las cuevas de folk que yo frecuentaba.

Era una película... con subtítulos. Incluso había un equipo de cine, por el amor de Dios, y lo estaban filmando todo. Unas cuantas cabezas me siguieron con su silenciosa cámara mientras cruzaba la habitación. Vi un rincón y quise esfumarme.


Estábamos sentados en el suelo de la habitación de Bob, todos hablando, bebiendo y tocando la guitarra, mientras Bob hacía como si no pasara nada. Entraba y salía de la habitación, se sentaba a teclear en su máquina de escribir, hablaba por teléfono, incluso respondía a preguntas increíblemente estúpidas, pero sólo si le apetecía prestar atención a algo. De lo contrario, podríamos haber sido invisibles.


Yo estaba maravillada por el simple hecho de estar allí, al lado de todos aquellos engagés y bohemios de élite. Mientras tanto, intentaba coger la onda lo más rápido posible. ¿Y de qué se habla en el sanctasanctórum? ¡Del tiempo! Evidentemente, ésa era la conversación de sobremesa de los dioses.





Venían del norte. "Y la lluvia cayó durante dos días sin cesar." Su manera de decirlo parecía casi bíblica. ¿No me había dicho alguien que la lluvia en las canciones de Dylan significaba la memoria? Dylan era tan críptico que todo parecía tener, por lo menos, doble significado. Cuando pedía algo para remover el café, la gente en seguida se miraba dos veces. ¿Querrá decir una cuchara?

Yo me sentía absolutamente abrumada por ese tío tan frío atiborrado de Metadrina, y no quería meter la pata. Al fin y al cabo, tenía fama de antipático. Mi garganta estaba seca, la mente agarrotada: ¿y si dijera una estupidez? Las puertas del edén se me cerrarían para siempre. Era incapaz de hablar. Me quedé allí sentada intentando parecer hermosa. En cuanto abriera la boca en aquella atmósfera tan enrarecida, pensarían que era una necia. Todos eran tan enrollados, tan devastadoramente enrollados. (También tan jodidamente colgados.) Cada cinco minutos alguien iba al lavabo y salía "hablando idiomas". Les salían chispas. Estaba aterrorizada.

Sabía muy bien lo que pasaba en aquel lavabo, pero nadie me invitaba. Recuerdo que me juré allí mismo que, contra viento y marea entraría en aquel lavabo. Toda aquella historia de "sólo para chicos" me resultaba muy irritante. Me había pasado la mayor parte de mi vida queriendo ser uno de los chicos (¡y acabé entrando en el club de chicos más exclusivo del mundo!).

La única persona con la que pude entablar una conversación fue Allen Ginsberg. Allen me gustó de inmediato. Allen, Dios le bendiga, no es nada frío; todo lo contrario. Fue un gran alivio estar con él en aquellos días, sobre todo porque no estaba tan colgado. Con Allen podías tener una conversación normal, de esas que se mantienen en el salón de una facultad. Este día en concreto, Allen acababa de llegar de Checoslovaquia, donde, según me dijo, lo habían elegido "Rey de Mayo". Después, como explicándome los Actos de Sucesión desde los Beats a Bob, me dijo:
"La primera vez que oí a Dylan fue cuando regresé de Asia en el 63; Charlie Clemel, en Bolinas, me puso 'A hard rain's gonna fall': Pero sabré bien mi canción antes de empezar a cantarla / Y me quedaré en el océano para que todas las almas lo vean. Cuando oí estos versos, me eché a llorar y pensé: "Otra generación, ¡qué alivio! Alguien, un alma, ha surgido de América y lleva la antorcha".

"Conocí a Bob en una fiesta en la Librería Eight Street, y me invitó a ir de gira con é1. Al final no fui, pero, oye, si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, habría ido como un rayo. Lo más probable es que me hubiese invitado a subir al escenario con é1". Pero en 1965 Bob no compartía el escenario con nadie. Ni siquiera con un bardo beat oficial como Allen Ginsberg, ni, por supuesto, con su antigua amante y principal proselitista, Joan Baez, la Lady Madonna del folk. Parece ser que ella acababa de aparecer en la gira y Bob estaba bastante molesto, sentado al fondo de la habitación poniendo malas caras. Normalmente se mostraba cortés con ella; aunque tampoco es que le hablara mucho. Pero Joan Baez no cogía el mensaje de que las cosas habían cambiado entre ellos (nada difícil de imaginar, dada la naturaleza del mensajero). Su manzana de la discordia era la negativa de Dylan a que Joan subiera al escenario para cantar con é1. Todo eso le resultaba muy duro. Pero, por más preocupada que estuviera, su aspecto era absolutamente hermoso, con su radiante bronceado y sus penetrantes ojos. Comparada con la pálida tez sepulcral del resto del séquito de Dylan, Baez brillaba de salud.

Cantar era su manera de abordar esa delicada situación. Una especie de lamento fúnebre. De vez en cuando, su alto vibrato le ponía a Dylan los nervios de punta y, entonces, él decía algo sarcástico. Ella insistía en cantar sus agudas versiones trémulas de "Here comes the níght" y "Go now". Dylan gemía mientras ella cantaba. La voz de Baez se había convertido en el estandarte de un tipo de canción folk refinada que a él, en aquellos momentos, le repugnaba. En un momento en que Joan estaba dando una nota muy alta, Dylan levantó una botella y dijo con voz cansina: "¡Rómpela!". Ella se rió.

La vibración principal en la habitación emanaba de Bobby Neuwirth, esa especie de intimidante doppelgänger y soi—disant manager de gira de Dylan. Neuwirth, el supremo cortesano del rollo, me había dado mi primer porro el año anterior en Nueva York. Era afable pero tan terrible o más que Dylan. Dylan tenía fama de echar por tierra a la gente, pero, cuando la gente contaba esas historias, en realidad se referían a Neuwirth. Neuwirth y Dylan hacían tal alucinante pas de deux verbal que la gente solía confundirlos. Pero los comentarios más mordaces y los rapapolvos más contundentes venían de Neuwirth. Y cuando Neuwirth se emborrachaba, podía ser mortal. Yo nunca vi el lado malicioso de Dylan, ni la agudeza letal que a menudo se le ha atribuido. Nunca lo vi como alguien tan graciosamente cruel como me parecía que era John Lennon. Dylan era, sencillamente, el absorto centro mercurial de la tormenta, vulnerable y casi como un niño abandonado.

Aparte de Allen, la otra persona que reconocí procedente del mismo planeta que yo era el director de cine Donn Pennebaker (a quien todos llamaban Penny). Estaba haciendo Don’t look back, el primero de los dos documentales que formarían el testamento fílmico de Dylan y consolidarían "La leyenda según Bob".

La habitación zumbaba y crujía con egos de alto voltaje pinchándose unos a otros en la corte del rey Bob. A excepción de Allen y Penny, nadie se molestaba en hacer presentaciones. Un estado de absoluta frialdad prevalecía. Como la escena en "Ballad of a thin man", yo casi esperaba que alguien me echara un hueso. En un momento dado, Baez, a quien yo adoraba, cogió una guitarra y empezó a cantar "As tears go by". Nunca había sonado mejor, ni siquiera por fulana de tal. Me dejó sin aliento. ¡Tan distinta a mi versión!."As tears go by" convertida en canción folk (sonaba igual que sus discos). Cuando se canta así, cae su significado; en vez de ser un pensamiento subjetivo, las palabras se convierten en hermosos artefactos. Es lo que los intérpretes de folk hacen como norma.

Y mientras Baez cantaba, Penny —para entablar conversación— se giró hacia mí y me dijo con su ingenioso acento del oeste: "Jesús, esa canción me suena de algo". Yo me sentía demasiado intimidada como para soltar la menor ironía, así que dije: "¡Oh!, en realidad es una canción que grabé yo". A lo que Penny replicó: "Dios mío, no me había dado cuenta". Entonces alguien dijo: "Claro, tú eres Marianne Faithfull", y yo dije: "¿Lo soy?", y todos se echaron a reír. Creo que fue casi la única cosa divertida que dije en las dos semanas que pasé en el Savoy. Quizá fuera lo único que dije.

Lo más notable de Dylan era su discurso. Fragmentos de un chorro de conciencia mental que uno completaba (o no) como podía. Era la anfetamina. Para mí, era algo absolutamente nuevo. La gente que yo conocía en Londres fumaba hachís y tendía a ensimismarse. Te sentabas en sus habitaciones georgianas de techo alto durante horas en absoluto silencio, a excepción del tocadiscos cual dios ausente que girara y girara con un mensaje gnómico. Dylan era siempre un oficial sagrado en esas soporíficas sesiones. ¿Qué se podía decir después de escuchar "Visions of Johanna" o "Ballad of a thin man"? Pero aquí la habitación estaba llena de fantásticas imágenes chocando unas con otras. Lo absurdo y lo cómico se balanceaban en el filo de lo genuinamente enigmático y profundo, y todo confluía en una gran broma cósmica.

Lo que la gente veía tan abrasivo en Dylan era su elíptica manera de abordar las cosas. Era un tío absolutamente resbaladizo, y no soportaba fácilmente a los idiotas. Su irritabilidad surgía (sobre todo) con la prensa. Un maestro de la antientrevista, todo Dylan se erizaba ante las preguntas directas. La afectación era sólo su manera de no ponerse grosero. Cuando le preguntaban si se consideraba un poeta, decía:
"Aún no he podido decidir si quiero ser un pagano o un músico. Primero soy uno y, entonces, zas, quiero ser el otro. Eso me vuelve loco".

Día tras día, mientras estuve allí, Dylan iba continuamente a su máquina de escribir y la aporreaba. Durante un tiempo, tuvo uno de esos rollos de papel higiénico inglés ceroso. Tenía el ancho perfecto para las letras de las canciones, decía. Evidentemente, había también algo de hommage a Kerouac. Bob se encorvaba sobre la gran Remington negra, un cigarrillo colgándole a un lado de la boca, la viva imagen del febril genio artístico in fraganti. A mitad de una conversación, salía disparado y escribía una canción, un poema, un nuevo capítulo de su libro, una obra de teatro en un acto. Era maravilloso contemplarle. ¿Cómo lo hace? Juiciosamente, utilizaba esa práctica para pasmo del gallinero al que concedía breves audiencias. ¡El joven Mozart escribiendo de un tirón una sonata ante tus propios ojos! También lo hacía para desconectar. La máquina de seducción y desconexión.


Durante días me dijeron que Bob "estaba trabajando en algo". Yo pregunté en qué (se suponía que tenía que preguntado).

"¡Es un poema épico! Sobre ti."Vaya, qué bien, pensé, ¡él también se ha colgado! Pero nunca se sabe con Bob; lleva su corazón demasiado a flor de piel. Nunca hubo nadie tan seductor como Dylan.
En cuestión de días, había sido ascendida a futura consorte mayor, y parece ser que no tenía rivales. Yo era la elegida, la virgen del sacrificio. La futura esposa de Dylan, Sara Lowndes, estaba por Europa (de cualquier manera, a mí me daba la impresión de que Sara era para Dylan "una chica que conozco de por ahí"). Otra de esas mujeres que seguían a Dylan a todas partes; mujeres cuyas almas (imaginaba yo) habían sido vaciadas hasta la última gota al romper el tabú y copular con el dios, y que ahora estaban condenadas a vagar en procesión fantasmagórica por vestíbulos de hoteles caros: Joan Baez, Suze Rotollo, zombies del Bob místico. Imaginando a esa pobre chica, Sara Lowndes (tal y como la esbozaba el cachondo de Bob), sólo veía a una graduada desaliñada que había escrito un monográfico sobre "The masters of war", lo había conocido en una cueva folk, se había ido a la cama con él y, en consecuencia, ahora era una especie de Adele H. del folk rock, tan terriblemente dañada que sus padres estaban considerando seriamente su ingreso en Payne Whitney.

Por fin una noche, cuando la escena empezó a despoblarse a primeras horas de la madrugada, me encontré a solas con Él, algo que había intentado evitar, sobre todo porque pensaba que no sería capaz de controlar la situación. Dylan se sentó en un cómodo sillón y me miró fijamente tanto rato que creí que iba a fundirme y a evaporarme en el aire cargado de la habitación.
"¿Te gustaría oír mi nuevo disco?", me preguntó. Bringing it all back home. Yo ya lo conocía, claro; lo había comprado durante una gira. Estaba en una extraña ciudad, Scarborough o Blackpool, uno de esos deprimentes lugares de la costa inglesa. Tenía un pequeño tocadiscos en mi habitación del hotel, y la primera canción que puse fue "The gates of eden". Mi guitarrista, Jon Mark, y yo poníamos el disco cada noche después del concierto como una especie de ceremonia. Era uno de mis montajes psíquicos. Lo ponía compulsivamente y reflexionaba. Tenía el presentimiento de que tarde o temprano iba a conocer a Dylan. ¿Acaso no lo tenemos todos? Me enseñó la portada —una fotografía donde él está con Sally Grossman (la esposa de Albert Grossman, su manager)—. Los dos están apoltronados en el salón de Albert, rodeados de montones de revistas y discos colocados con fines simbólicos. "Tienes un aspecto muy sofisticado, Bob", le dije. Pareció gustarle, y fue a poner el disco. Todas esas increíbles canciones en un pequeño gramófono. Después de cada canción, Dylan me preguntaba con su gangueo urbano de los Apalaches:

—¿Entiendes lo que pretendía? ¿Sabes de qué va?

Yo estaba bastante nerviosa. El repetía algunos versos, recalcando determinadas palabras, subrayándolas. ¡Como si eso transmitiera su significado! No sé si era consciente de lo que hacía. Repetía un verso, apoyándose con fuerza en una de las palabras.
Me di cuenta de que así era como cantaba en sus conciertos. Quizá por eso diera lecturas tan obstinadas de sus propias canciones. ¡Quería que la gente las oyera otra vez! De vez en cuando decía algo como respondiendo a una pregunta. Decía: "Sólo son fotos del interior de tu cerebro". O: "Cuando encuentras el tono, hay más dimensiones, como en el cubismo". Las explicaciones eran por lo menos tan enigmáticas como las canciones. Pero yo no estaba allí únicamente como una exegeta. Sabía que había algo más aparte de estar sentada a los pies del maestro, absorbiendo los arcanos de Bob.
Yo adoraba a Dylan como un príncipe de poetas, esperaba que fuera agradable conmigo y le molara (la única palabra posible aquel año), y eso era lo que —milagrosamente— parecía estar ocurriendo. Estaba en el cielo. O lo habría estado si no hubiera sido por todo aquel otro rollo que revoloteaba.

Hasta que cayó sobre mí como un león sobre el rebaño, yo sólo pensaba: "Estoy en el santuario. ¡Una audiencia privada con su Alteza Enrollada! ¡Bob Dylan explicándome sus canciones!". Pero sabía que aquello tenía un precio. Por más oblicua que fuera toda aquella labia impulsada por la Metadrina, ligar era, supongo, lo que se hacía.

Antes de conocerlo, no estaba muy segura de que pudiera encontrarlo atractivo, pero en persona era devastador. Pelo proto-punk, cuero negro Y ¡su habla! No conocía a nadie en Londres así. Todo el mundo fumaba demasiado hachís. Todo ese cascabeleo cerebral era mucho más sexual de lo que me imaginaba, así pues, no es que no me pareciera atractivo: lo encontraba increíblemente atractivo. Siempre me había encantado su energía rizada y tiesa. Su sastrería impecable y abigarrada, las botas españolas, la cofia de Rimbaud, las gafas de drogata. Adoraba todo eso. Lo encontraba tan... amenazante.

Tenía el terrible miedo de que Dylan me viera como la remilgada e ingenua chica de colegio de monjas con fina careta de sofisticación que en realidad yo era. Alguien como Gene Pitney era una proposición mucho más fácil, por lo básica que era. Un hombre que quiere enrollarse. ¡Eso podía hacerla! Pero, alguien tan impresionante como Dylan era espantoso. Como si un dios hubiese bajado del Olimpo y me tentara. Supongo que eso es lo que debió de sentir Leda.

El lado sexual de la vida, sobre todo en presencia del Shekinah, nunca me ha resultado fácil. Es mi ansiedad primitiva. Sentirme tan colmada por alguien y perder mi identidad. Ese horrible horror al sexo + genio + fama + rollo formando un ritual acumulativo. Sentía pánico de evaporarme si todo eso concurría. Estaba colgada entre la feliz adoración y la miserable cobardía. Generalmente, me lanzaba a la miserable cobardía con las dos manos.

Y de pronto, Dylan estaba frustrado, lo habían rechazado. ¿Cómo has podido engañarme así ¿Yo? ¿Engañar? Si ni siquiera sabía qué diablos estaba pasando, ¡ni mucho menos engañar a nadie! Explícitamente, ni siquiera lo había rechazado (eso lo sabía). Pero era como si hubiese transgredido los límites de la hospitalidad del gran hombre. Una divinidad del pop se había ofrecido y yo la había esquivado.

Me quedé allí petrificada mientras él echaba pestes.
—¿Cómo puedes hacerme esto?
—No te estoy haciendo nada, Bob —con mi chaqueta de cuero y mi pelo rubio nunca tendría que haber dicho la verdad: "Estoy embarazada y voy a casarme la próxima semana". Eso ya fue el colmo.

De pronto, Dylan se había convertido en Rumpelstiltskin. Se fue a su máquina de escribir, cogió un fajo de papeles y empezó a romperlos en pedazos más y más pequeños, tras lo cual los dejó caer en la papelera.

—¿Estás satisfecha? —preguntó. Estaba presenciando la rabieta de un genio.
Entonces estalló en furia. Yo estaba clavada a mi silla. Al cabo de un instante, volvió con rabia renovada y me echó.

—¡Fuera!
—¿Perdón?
—Esto es una habitación privada. ¡Desaparece! ¡Ya!

Lo más triste era que ya nunca podría leer ese poema. Quizá haya roto las páginas, razoné, pero ¿ha roto los pensamientos? ¿Acaso esos pensamientos no podrían acabar en canciones?
Pero claro, suyo es el clásico y pícaro cebo del poeta con las chicas. Mick siempre andaba diciendo: "¡Oh, sí! Aquélla era sobre ti, cariño. Es tu canción, nena". ¿Qué puede ser más adulador?

Una de las cosas más curiosas cuando hablas con Allen Ginsberg —y una provechosa lección para todos— es que Allen piensa que casi todas las canciones de Dylan tratan sobre él. Bueno, yo nunca digo nada. Guardo silencio. "Sí, estoy segura de que ésa sí, Allen." Es muy dulce, ¿no? Y hay una que realmente trata sobre Allen: "Just like a woman".

Una semana después de que dejara la habitación del hotel en lágrimas, la no tan fantasmagórica Sara Lowndes, la futura señora Dylan, llegó. El parecía muy satisfecho. ¿Se prometen los poetas simbolistas? Cuando Sara llegó de París, recuerdo que pensé: "Oh, podría haber sido todo muy distinto". Pero su presencia no iba a disuadirme, así que volví a aparecer por el Savoy. No estaba dispuesta a desaparecer de la faz de la tierra, ¡sobre todo si me lo pedían! De cualquier manera, quería ver cómo era Sara. Se comportaba como una esposa, y Dylan, como "la víctima de su pasión". Lejos de ser la encaprichada aparición prerrafaelista, Sara era tan sólida como el mármol. Sara no hablaba mucho; no le hacía falta.

Cuando Sara llegó, la escena de excéntricos jóvenes drogatas se enfrió un poco, pero no demasiado. Dylan se movía básicamente igual con Sara o sin ella.

A Dylan le intrigaba Donovan. En ciertas ocasiones, cuando creía que nadie le miraba, ponía el "To catch the wind" de Donovan. Creo que a Dylan le gustaba la letra, y aunque todos decían que la melodía era un plagio de "Chimes of freedom", de Dylan, a Bob no le importaba. Una tarde decidió hablar sobre Donovan.

—Hay un cantante de folk poeta —le dijo a Ginsberg—. Tienes que oírlo, tío: Donovan.
—¿De verdad crees que se entera? —era la manera de hablar de Allen, expresiones un poco pasadas de moda del mundo universitario.

—Tío, tiene Genio Poético —con mayúsculas—. Quiero que lo conozcas y me digas si es un poeta o Charlie Chaplin —Allen iba a ser la prueba del tornasol.

Durante días tuvo lugar todo aquel machaque de la prensa: "¿Es Donovan el Dylan inglés?". Se lo debieron de pasar en grande. Así que la noche en que Donovan iba a aparecer, Dylan decidió gastarle una broma.

Todos habían ido a un montaje promocional y se habían puesto unos antifaces. Y Dylan dijo: "Vamos a ponérnoslos cuando llegue. Tío, vamos a despistarle". Así que todos nos pusimos los antifaces.

Neuwirth abre la puerta, y entonces aquella cabecita rizada se asoma y, después, tres o cuatro más, con barbas, pelo largo y zamarras; el séquito de Donovan. Una pandilla muy seria. Donovan entró reluciente. Era muy dulce, una especie de duendecillo alegre. Nada que ver con Bob. Donovan trató de ignorar los antifaces, hizo como si no los viera. Debió de pensar que todo aquello era un poco raro, pero, evidentemente, no podía dar muestras de asombro. Estaba en la corte del rey y él no iba a estropearlo. Quizá pensara que era una de las excentricidades de Dylan. Quizá Dylan y su gente fueran así. Después de cenar se ponían antifaces. ¡Claro! Era perfectamente creíble. En aquellos días se podía esperar todo de Dylan.
Donovan se sentó en el suelo como todos los demás. Penny estaba impaciente por filmar aquello y cogió su cámara. Pero Dylan le hizo una señal: "No, no, no, ahora no, tío", y entonces Bob dijo: "Bueno, Donovan, ¿no vas a cantamos algo?".

Donovan desenfundó su guitarra y empezó a tocar. Nunca lo olvidaré. Oh, Dios, fue una de las escenas más embarazosamente cómicas que he presenciado en mi vida, porque lo que Donovan tocaba era "Tambourine man". Era exactamente la melodía de "Tambourine man", ¡pero Donovan le había puesto otra letra! Era: Oh, mi querida de ojos de mandarina... Poco más recuerdo. Una canción que, estoy convencida, nunca ha vuelto a cantar. Hacia la mitad de la canción, una sonrisa torcida apareció en el rostro de Bob. Neuwirth, en el rincón, estaba partiéndose de risa. Casi todos en la habitación intentábamos mantenemos impávidos, pues, aparte de Donovan y Gypsy Dave, conocíamos muy bien la canción. "Tambourine man" estaba en Bringing it all back home.

Donovan siguió cantando: Mi querida chica de ojos de mandarina, ¿querrás pasear conmigo por mi carretera de arco iris. . .? Era tan evidente lo que estaba ocurriendo que, por un momento, uno podía pensar que Donovan nos estaba tomando el pelo. Pero esa posibilidad se desvaneció rápidamente. Donovan era incapaz de tomarle el pelo a nadie.

El suspense era una tortura para los nervios y, al final, Dylan le puso fin.
—No tienes que cantar más —dijo.
Un poco desconcertado, Donovan dejó de tocar.

—¿Sabes? —dijo Dylan con una perfecta pausa aforística—, no siempre me han acusado de escribir mis propias canciones. Pero ésta sí que la escribí yo.

Donovan se quedó de piedra, mudo. Oh, Dios mío, qué horror. El pobre tío casi se muere. Unos años después, Penny dijo a propósito del incidente: "Hay una canción que el pobre tío tuvo que tachar de su cancionero. ¡No volverá a cantarla en su vida! Aunque era una canción muy bonita".
A modo de explicación, Donovan dijo: "Bueno, no lo sabía, tío.

La oí... oye, en alguna parte, creo que fue en un festival. Y pensé que era una vieja canción folk".
Y Dylan dijo: "No, no es una vieja canción folk, todavía".

Entonces, uno de los gnomos que había venido con Donovan debió de oír la frase vieja canción folk y, como complaciendo la petición, cogió la guitarra. Era un cantante de folk irlandés de un estilo muy concreto. Cantaba canciones sobre noches en los trigales, las salmueras, la poesía de la turba y cosas de ésas. Canciones tradicionales que a mí me encantaban, pero para eso estaban los festivales de folk.

Supongo que debía de creer que Dylan era un cantante de folk, o que todavía era un cantante de folk. No se había enterado de que había un nuevo Bob. Aparte de Joan Baez, allí nadie cantaba canciones de folk. Era algo pasado. La música country era lo último que podía apasionar a Dylan o a Neuwirth. Como soltó Neuwirth tan encantadoramente: "La música country es la última mierda jodida que nos han dejado para quitar".

El cantante de folk zumbó y zumbó y Dylan estaba muy aburrido. Siempre podía calibrarse el grado de aburrimiento de Dylan. Tenía que ver con lo rápido que movía su pie izquierdo. Cuando se movía muy rápido, sabías que estaba interesado, cuando el ritmo disminuía, sabías que lo estabas perdiendo, pero cuando se quedaba colgando, significaba que su cerebro se estaba durmiendo. Nunca dormía públicamente. Desconectaba y se iba a otra parte.

Por muy enrollado que pareciera, Dylan era joven y todavía muy ingenuo en muchos sentidos. Había leído mucho, pero era selectivo. Estaba obsesionado con algunos poetas. Rimbaud, Villon.
Oscuros escritores como Lautréamont le fascinaban. Pero también había otros, como por ejemplo Wallace Stevens, o Víctor Hugo, de los que nunca había oído hablar. Para Bob, la historia era una serie de rayos de luz cegadores. El pasado era un bloque condensado, las capas estrechamente comprimidas en lo alto, de modo que gente tan distinta como Shakespeare o Thomas Hardy parecían contemporáneos.

Sus declaraciones tenían una extraña lógica espiral. Cuanto más pensaba en alguno de sus comentarios, por ejemplo: "Si las palabras riman, significan lo mismo", más sentido tenían de una manera arcaica, pre-letrada. Era su razonamiento poético sobre la etimología de las palabras. Muchas de las cosas que decía eran absolutamente espontáneas. Por lo general daba bastante en el blanco, pero a veces se cogía a sí mismo en falta. Una tarde estaba intentando explicar su novela —la hasta hoy inédita Tarántula—, a una periodista diciéndole que la había escrito utilizando la técnica del tijeretazo de William Burroughs y Brion Gysin. Al principio la mujer se sintió intrigada.

—Oh, ¿cómo es eso? —le preguntó— ¿Es una teoría literaria? Evidentemente nunca había oído hablar de ello, así que Dylan empezó a explicárselo utilizando una copia del Daily Telegraph y unas tijeras. Pero en cuanto empezó a juntar los recortes del periódico, estaba claro que era la primera vez que lo hacía. Intentaba imaginar cómo se hacía, sobre la marcha.

Para cambiar de tema, Dylan se giró hacia mí y me preguntó: "Así pues, ¿quién es ese tío con el que vas a casarte? ¿Qué hace?" y yo dije: "Es un poeta".

—¡Es un poeta! ¿Tiene licencia? ¿Qué clase de poesilla escribe? ¿Es un poeta como Smokey Robinson, o como Jeremías, o Cassius Clay? ¿Sabe escribir poemas sobre llaves inglesas, despertadores atómicos y tías negras gordas?—No, no exactamente, es más...
—Ya, no es un poeta, no puede serio si no escribe sobre cosas de ésas, porque...
Empezó un discurso rimbombante sobre el pobre John. Mientras tanto, John estaba esperándome en la puerta del Savoy, bajo la lluvia.

Así que dije: "¿Por qué no se lo preguntas a él, está ahí abajo".

Todo el mundo se fue a la ventana para ver quién era la razón de mis calabazas a Bob Dylan. Hicieron un montón de comentarios. Riendo y discutiendo sobre lo que podían hacer con mi John: "Bueno, ¿por qué no le tiramos una botella a la cabeza?" y tonterías de ésas.

Finalmente, Dylan conoció a John. Rory McEwan daba una fiesta en honor a Dylan. McEwan era un cantante de folk y amigo de John. Tenía una hermosa casa y fue una fiesta maravillosa. John bajó de Cambridge con sus gafas de concha, su chaqueta de tweed y un ejemplar del Guardian en el bolsillo. Era el momento que Dylan había estado esperando, así que dijo: "Diablos, no es más que un maldito estudiante. ¿Para qué vas a casarte con un estudiante? Conozco a los de su clase, va a ser el eterno estudiante". Se suponía que era un comentario altruista por su parte.
"Pero, Bob, es que quiero casarme con un estudiante. Le amo".

Empezó otra táctica. "¿Cómo puedes tomarte en serio a un tío que lleva gafas? Sólo los empresarios de pompas fúnebres, los profesores universitarios, las abuelas y la gente que no puede ver lo que tiene delante de las narices lleva gafas. Es un pelma intelectual, es la peor clase de pelma que existe." Con la solemnidad de un tío carnal, Dylan me dijo que iba a cometer un grave error casándome con John. Quizá fuera sincero, pero yo pensaba que sólo quería acostarse conmigo.

Por fin llegó la noche del concierto en el Albert Hall. Yo tenía que llevar un acompañante, ya que Sara había llegado, y Dylan me asignó a Allen Ginsberg. Allen estaba encantado con todo el evento, pensando en voz alta hasta qué punto se merecía su buena suerte: "Oh, Dios, esto sí que es buena vida. Una rubia preciosa como pareja, una entrada gratis para el concierto en el feliz Londres y una limusina esperándonos".

Flash de la llegada a la entrada posterior del Albert Hall. Entramos y nos separamos. Así es como lo recuerdo. Nos sentamos en el anfiteatro, piso principal. Creo que fue la primera vez que vi a Anita Pallenberg y a Brian Jones juntos. Daban vueltas por el Albert Hall, en ácido, y con sus fajines, sus sedas y sus plumas, parecían almas transformadas en simulados personajes humanos que hubieran salido de un cuento de Charles Perrault.

A Dylan siempre lo había visto muy tenso, pero aquella noche estaba al límite. Tenía los nervios casi a flor de piel. Cuando volvió al año siguiente con The Band, era una persona completamente distinta.

Estaba muy contento, dando saltos de alegría. Tuvo que ser una lata, estar allí solo con su guitarra acústica, gimiendo las canciones. Sobre todo en Inglaterra, donde todos los músicos que conocía estaban en grupos. Era su fascinación por la escena rock británica lo que le había traído a Inglaterra. Los Animals, Manfred Mann, los Bluesbreakers, los Pretty Things, los Beatles, los Stones. Todo ese montaje de "club de chicos" que hace la vida divertida.

Después del concierto, volvimos al hotel. Estábamos apiñados en la suite de Albert Grossman, con toda su corte. Ya no había la menor duda de quién era el príncipe coronado del rock; era Bob. Los Animals y los Stones fueron a verle, serios chicos malos que querían presentar sus respetos y se sentaron dócilmente en el sofá mientras el loco delfín entraba y salía hablando del Apocalipsis y Pensacola. Y ahora, para dar el toque de confirmación, los Beatles llegaban para rendirle homenaje.

Aunque yo ya conocía a John y a Paul bastante bien, ver a "los Beatles" en grupo siempre había resultado bastante difícil. Además de su fama olímpica, estaba su chinchante jerga de Liverpool. Siempre se metían con alguien. También entre ellos, pero sobre todo con la gente. Cualquier nuevo personaje que entrara en el círculo tenía que estar preparado para soportar un terrible acoso de abuso verbal y ondas vudú. Nunca podías saber si estaban poniéndote a prueba, dejándote en ridículo o simplemente ignorándote.

Dylan fue a la habitación donde los Beatles estaban triturados en un sofá, fantásticamente nerviosos (por una vez). Lennon, Ringo, George, Paul y uno o dos roadies. Nadie decía nada. Esperaban que hablara el oráculo. Pero Dylan se sentó y los miró como si fueran completos desconocidos en una estación de tren. Y no es que aquello fuera precisamente un duelo de frialdad; todos eran demasiado jóvenes para ser auténticamente fríos. Como adolescentes, tenían miedo de lo que los otros pudieran pensar, y se limitaron a quedarse como estatuas en mutua compañía.

Neuwirth cruzó la habitación haciendo equilibrios con un globo en su dedo meñique. Todas las cabezas se giraron mientras pasaba, como si fuera Wimbledon. Era una imagen muy divertida, todos aquellos millonarios sentados en círculo viendo a Neuwirth hacer aquella tontería con un globo. Mirando cualquier cosa como niños en un circo. Pensé: "Dios, ¿cómo he podido pensar que estos chiquillos asustados fueran dioses?".

Entonces entró Allen Ginsberg. El silencio se hizo más profundo. Por el simple hecho de entrar en la habitación, Allen se estaba exponiendo abiertamente al ridículo, pero a él le daba igual. En vez de tratar de proteger su dignidad, deliberadamente se hizo a sí mismo el blanco de las miradas. Fue hacia donde Dylan estaba sentado y pesadamente se dejó caer en el brazo del sillón. Al principio nadie reaccionó, pero súbitamente la habitación se erizó de hostilidad contra Allen. La tensión subió y subió, y entonces John Lennon rompió el silencio gruñendo:
—¿Por qué no te sientas un poco más cerca, cariño?
Evidentemente, la insinuación de que estuviera aplastando a Dylan pretendía cargarse a Allen, pero, puesto que estaba muy lejos de la verdad, Allen se lo tomó muy a la ligera. En realidad, eran ellos las víctimas de la broma. Se echó a reír, se cayó del brazo del sillón y fue a parar sobre las rodillas de Lennon, que estaba en el sofá con su esposa, Cynthia. Allen le miró y dijo: "Joven, ¿has leído a William Blake?". Y Lennon, con su inexpresivo acento de Liverpool, dijo: "Nunca he oído hablar de ese tío".

Cynthia, que no estaba dispuesta a que Allen se saliera con la suya, aunque aquello fuese una broma, le reprendió: "Oh, John, no digas mentiras.

Eso rompió el hielo.
"Un concierto maravilloso, tío", dijo Lennon como de pasada.
Entonces Dylan, que se balanceaba hipnóticamente hacia adelante y atrás en su sillón, dijo: "No les ha molado "It's all right, Ma".

"Quizá no la cogieran", dijo John. "Oye, es el precio de ir por delante de tu tiempo.

A lo que Dylan repuso: "Vale, pero sólo llevo veinte minutos de ventaja, así que no llegaré lejos".
En realidad, Dylan no prestaba mucha atención a los Beatles, a excepción de Lennon. A John lo adoraba, así que enrollarse con John siempre estaba bien. Pero Paul tuvo un recibimiento muy frío. Vi entrar a Paul con el vinilo de una canción que había compuesto. Era algo bastante adelantado a su tiempo, con rollos electrónicos y cosas distorsionadas, de modo que Paul estaba muy orgulloso. Ansioso, lo puso en el tocadiscos, dio un paso atrás expectante, pero, entonces, Dylan se levantó y salió de la habitación. Fue increíble. La expresión del rostro de Paul no tenía precio. Y fue igual con los Stones. Se sentaron en el sofá con su pelo revuelto, como pequeños osos de peluche devorando la habitación, y él apenas los miró. Dylan fue muy raro con ellos. Sencillamente, hizo como si no estuvieran.

Me casé con John Dunbar en mayo de 1965 en Cambridge. Yo tenía 18 años y él 22. Paseamos por los campos de Cambridge cogiendo flores. Me había echado a llorar porque había olvidado el ramo y John salió a coger un gran ramillete de luminosas flores de espino y me lo dio. Tenían grandes y largas espinas negras. Fue todo maravilloso y encantador. Pero, como demostraría el tiempo, fue una magia equivocada. Muy mala suerte, ¿sabes? Las flores de espino son de Pan y están embrujadas. Serían las flores adecuadas para adornar a mi madre en su ataúd, pero no eran las adecuadas para casarme. De cualquier modo, las flores eran preciosas (aunque no propicias) y fue un día glorioso. John estaba maravilloso, a pesar de lo que Bob Dylan dijera de él. Punto.

El Cambridge Evening News publicó una pequeña nota sobre nosotros. La recuerdo porque era muy tonta: "Marianne seguirá cantando, dice John". Todo suena tan ridículo en los periódicos, pero estoy segura de que John lo dijo. Tenía la gallina de los huevos de oro, y lo sabía. No tendría que trabajar. Bueno, es la ambición de cualquier bohemio que se precie, ¿no?

Y después, el l0 de noviembre de 1965, nació la luz de mi vida. Miré a Nicholas y decidí que quizá sí que hubiera un Dios. Me preguntaba cómo algo tan puro podía venir a un mundo tan cruel e imperfecto. Nicholas me miró con los ojos de un alma muy vieja. El tenía la respuesta, pero no la decía.

Dylan volvió a entrar en mi vida en el verano de 1979, poco después de que saliera Broken English. El álbum parecía haber despertado su interés, y Dylan había empezado a preguntar por mí. Lástima, porque acababa de casarme otra vez —ahora con Ben Brierly (con quien había adquirido uno de aquellos absurdos compromisos)—. Me caso cuando no sé qué hacer. Son cosas de mi pánico. Todo vuela sin control y entonces: "¡Aaaaghhh!". Dylan también tenía problemas. Estaba el divorcio con Sara, la mala prensa de su película Renaldo & Clara, y lo habían echado de su casa de Malibú. Estaba fastidiado y deprimido. En momentos así, los breves períodos de gloria en la vida de uno siempre parecen muy seductores.

El encuentro tuvo lugar en el piso de mi camello en Kensington High Street. Diana era una de aquellas grandes brujas de Chelsea, la reina de los camellos. La primera vez que vi a la compañera de habitación de Diana, Demelza, reconocí por los tatuajes místicos en su cara que debía de tener algún tipo de relación con Valli, la bruja que vivía en una cueva encima de Positano. Me había enamorado de Demelza y nos habíamos liado y des liado varias veces en los dos últimos años.

Cuando Dylan vino a Inglaterra en 1978, trajo una nueva banda en la que había un fantástico músico que tocaba las congas, a quien Demelza, que también tocaba las congas, quería conocer desesperadamente. Así que llamó a Dylan al Royal Garden Hotel y le dijo que acababa de llegar de Estados Unidos y que Mac Rebennack (Dr. John) le había dicho que fuera a verlo. Evidentemente, nada de todo eso era verdad.

Pero un año después, Dylan volvió a Inglaterra para dar una serie de conciertos en Earl's Court y, como caído del cielo, llamó a Demelza para preguntarle si podía ir a su casa. Ella se quedó un poco parada de que Dylan, por la razón que fuera, quisiera ir a su miserable piso. Dylan tenía unas cuantas preguntas, que empezó a cantar bastante metódicamente:
¿Podía ir a su hotel y recogerlo? ¿Podía llevarlo a un sitio al que tenía que ir? Y, finalmente, ¿conocía a Marianne Faithfull?

Así que Demelza me llamó. Otra conversación muy extraña. Demelza se mostraba muy misteriosa, casi susurrando al teléfono:—Ven, Marianne. Ahora mismo.
—¿A qué debo el honor?
—¡ Va en serio, Marianne! Es que, bueno, es una, no sé... ¿sorpresa?
—Bueno, de todos modos, no puedo, cariño. Ben está aquí y estoy haciendo unas tortas —pero nada podía disuadirla. Siguió insistiendo.
Al final, recurrió a la hipnosis telefónica.
—Droga, coca, hachís, todo para ti. Ponte el abrigo, sal por la puerta.
Coge un taxi, yo lo pagaré. Ven sola —esa última parte me interesaba.
—Oh —dije sin perder el ritmo—, ¿es importante? —sentí curiosidad, y la curiosidad siempre me vence.

Pero uno de los problemas de este tipo de aventuras eran los celos de Ben. No podía hacer nada sin él. Se volvía loco si se enteraba de que había tenido alguna cita secreta.

Demelza fue a recoger a Dylan a su hotel. Cuando llegó, se encontró el vestíbulo lleno de fans que se desparramaban hasta la escalera principal. Telefoneó a la habitación. Dylan le pidió que se encontrara con él en el ascensor. El ascensor bajó y Dylan salió muy camuflado. Gafas de sol, abrigo largo, bufanda, guantes, envuelto como una momia. Demelza y Dylan se metieron en el coche y salieron de allí, fans arañando las ventanillas. Le preguntó si podía llevarlo a Harley Street. Se detuvieron en la consulta de un doctor, y Dylan entró con su misterioso asunto. Era su día libre y aún no había empezado los conciertos.

Demelza vivía junto a una boutique de botas escandalosas llamada Retlections. Compraron cosas chillonamente horribles. Botas con estrellas, lunas y tacones de plataforma. Bob se quedó mirando el escaparate un buen rato.

—Voy a necesitar ropa nueva —dijo, y entonces subieron por una estrecha escalera hacia el piso. La escalera estaba muy sucia y se estrechaba cada vez más, así que cuando Dylan llegó al primer piso, se sintió aprensivo.
—Oye, quizá no sepa a dónde voy —dijo.
Demelza intentó tranquilizarlo: "Quizá no, pero lo sabes".
No estaba muy convencido, así que le dijo: "Eso ya lo sé, pero no sé dónde estoy y podrías llevarme a cualquier parte, ¿no?".

Subieron hasta el último piso y, allí, frente a ellos, estaba la maciza puerta con plancha de acero casi inexpugnable de Demelza. La poli había detenido tantas veces a Diana y Demelza que la puerta estaba llena de cerraduras y cerrojos. El simple hecho de abrirla requería un gran esfuerzo. Dylan debió de pensar que estaba a punto de ser secuestrado, ya que tardó un buen rato en sentarse.

Demelza le preguntó si quería un trago. Dylan dijo que no, pero ¿tenía un poco de té con limón? Cuando Diana entró con una tetera de Earl Grey, tazas de porcelana y cucharas de plata, Dylan debió de ver claro que no iban a enrollarlo en una alfombra y a llevárselo en una furgoneta; entonces se relajó.

Yo llegué media hora tarde. En cuanto entré por la puerta y vi a Dylan allí sentado, comprendí que me habían tendido una trampa. Una ligera brisa podría haberme tirado al suelo. Mi primera reacción fue de estupor agudo. Me quedé blanca. Estaba tan atónita que casi me di la vuelta y salí, pero una automática actitud anglosajona me salvó. Era la Princesa Margaret en una fiesta al aire libre (un poco loca) y me oí diciendo: "Absolutamente siglos desde que no te vemos por Inglaterra. Espero que la familia esté bien".

Pero a Dylan no podías engañarlo con bromas. Me cogió por el brazo y me miró a los ojos.

—¡Marianne! He esperado tanto tiempo. Han pasado tantos años y nunca olvidé la primera vez que nos vimos.

—Fue en el Savoy, ¿no? ¡Cielos!, hace mucho tiempo de eso, ¿no?

Dylan tenía recuerdos muy vivos y románticos de nuestro encuentro. Me dijo que nunca me había olvidado y que siempre se arrepintió de aquel incidente cuando rompió el poema.
—Te recuerdo como aquella pequeña debutante que había salido de la nada y, después de que te fueras, Penny no dejaba de decir: "¿Adónde ha ido Marianne?". Y yo le decía: "Bueno, sí, algún día la buscaré.

Dylan siempre guardó una foto mía en la que tenía unos diecisiete años, y me la enseñó. Era una foto, totalmente doblada y manoseada, donde estaba frente a un autobús, probablemente de alguna gira.

Nos sentamos en el suelo frente al fuego, cogió mis manos y me dijo:
"Creía que no volvería a verte nunca más".

Yo era una parte inexplorada de su pasado, una parte que no había ocurrido, sobre la que podías imaginar cualquier cosa. Dylan adora a las mujeres; son las pequeñas diosas de sus canciones, Las reinas Jane, Johanna y Sad—eyed lady, que cambian el clima de las habitaciones que cruzan y tienen las llaves del pasado.

Sus palabras de alabanza me dieron un pánico total. Yo no quería entretenerme mucho en esa parte de la conversación. Cuanto más enamorado parecía Dylan, más nerviosa estaba yo. Parecía muy necesitado.

Sinceramente, yo no sabía cómo responder. Me miraba con tanta intensidad que empecé a sentirme su presa. Cuando fui a la cocina, se levantó y me siguió.

Yo idolatraba a Dylan, pero ser idolatrada por Dylan es muy distinto... realmente desconcertante. Terrible, de verdad. Como si el Minotauro te hubiese cogido cariño. Aunque, de momento, era muy dulce.

Cuando volvimos a sentamos, me dijo:
—Nuestro encuentro fue un desastre.
—Es verdad, Bob, tuvimos muy mala suerte.
—Oí tu disco cuando salió en Estados Unidos. Me lo compré. Me asombró muchísimo. Cuando oí esa canción, recordé nuestro encuentro en el hotel Savoy.

Que sacara el tema del disco fue un tremendo alivio para mí. Ahora, gracias a Dios, tenía algo a lo que agarrarme. Diana tenía una copia de Broken English, y le pregunté a Dylan:
—¿Te gustaría oírlo?
—Me encantaría oírlo otra vez —dijo—. Hay unas cuantas cosas que me gustaría preguntarte.
—Te las puedo explicar mientras lo oímos —dije—. Estaba adoptando una actitud un poco irónica (¿qué había que explicar en realidad?), pero él parecía muy sincero.
—Eso estaría muy bien.
¿Sabes lo que hice? Le puse Broken English no una sino varias veces. Y mientras sonaba cada canción, le preguntaba si entendía lo que había querido decir. Estaba mudo. Igual que me pasó a mí cuando Dylan me puso Bringing it all back home. Le había vuelto las tornas. Fue algo casi inconsciente, como un playback. Y él lo sabía. Le puse "Guilt", una canción que se explica por sí misma, y entonces le dije un poco siniestramente: "¿La entiendes?". Estaba allí sentada a lo grande, explicando mis canciones. Como producto de mi nerviosismo, me vi hablando de ellas sin parar. De alguna manera, Dylan se vio forzado a quedarse allí sentado mientras yo le ponía Broken English y le preguntaba después de cada canción, con mucho cuidado e interés, si entendía de lo que iba y si había cogido tal y cual parte. ¡Y le encantó!

Hacia la mitad de aquel maratón, me sentí superexcitada y sentí que necesitaba algo que me entumeciera un poco, así que, educadamente, le pregunté: "¿Quieres, ah, algo para la cabeza, tío?".

Queríamos que se sintiera a gusto, o por lo menos que estuviera tan colocado como nosotras. Pero no quería nada. Demelza y yo estuvimos subiendo y bajando por la escalera toda la noche trayendo cosas para entonarnos. Pero, fuera lo que fuera lo que el doctor le había dado a Dylan, lo tuvo en marcha toda la noche. Aquello le bastaba. No probó nada. Ni una gota de alcohol, ni un porro, ni siquiera un cigarrillo. Sólo té Earl Grey. Y le ofrecimos de todo: vino, whisky, hachís y (con cierta indecisión) cocaína, pero lo rechazó todo.


No le ofrecimos caballo porque no queríamos parecer las drogatas perdidas que en realidad éramos. Yo lo hubiera hecho, pero Diana y Demelza querían guardar las apariencias. Los camellos tienen valores morales más altos que nosotros, los mortales. Bob no emitió el menor juicio sobre todo aquello.

Una y otra vez pusimos el disco. Al final, casi me puse a llorar al revivir la experiencia de aquel disco que había sido tan catártico y autobiográfico para mí.

Eran casi las ocho de la noche cuando empezamos, y habíamos pasado así toda la noche. Era algo tan extraordinario que no sabía si me lo estaba imaginando o si era realidad. No creo que ninguno de nosotros pensara que aquello estuviera ocurriendo de verdad. Para él debía de ser tan raro estar allí sentado en aquella pequeña casa de muñecas, como para mí vivir aquella situación otra vez. Me hizo llorar. Dylan estuvo de maravilla. Una noche de respeto en mi escuálida vida.

Pero fue muy intenso. Estábamos sentados frente al fuego, cogidos de la mano, el mundo se había parado, nadie más existía. Cuando me di cuenta realmente de lo que estaba pasando, me recluí en mí misma. Me quedé petrificada. Diana entró en la habitación y en seguida entendió la situación. Yo estaba en un estado terrible, absolutamente perdida.

Empecé a jadear, y me entró pánico. Diana estuvo genial. Se llevó a Dylan a la habitación y empezó a tomarle medidas para ir a comprar la ropa que quería. El no sabía qué ponerse. Diana salió y le compró la ropa para el primer concierto en Earl's Court. Yo me quedé sentada sola llorando.

Cuando Dylan volvió al cabo de unos cuarenta minutos, yo ya me había recuperado. Reanudó la conversación.

—¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho en todo este tiempo?
—Oh, bueno, un poco de todo. Fui una yonqui registrada y casi desaparezco —dije en el tono de voz que una utiliza para decir: "Esto es lo que he hecho desde la última vez que te vi, amor mío".
—Bueno, eso lo explica todo —dijo Dylan—. Parecía como si hubieras desaparecido de la faz de la tierra. Nadie sabía dónde estabas.
—Quizá fuera porque estuve viviendo en un muro.
—¿Estuviste viviendo en un muro?
—Sí, en St. Anne's Yard. Está en el Soho.

—Ah, bueno; así que estuviste viviendo en un muro —evidentemente, aquello no tenía sentido para él, pero le gustó cómo sonaba. Las cosas que riman significan lo mismo.


Dylan lo seguía todo con una triste sonrisa que parecía decir: "Si yo hubiera estado allí". Y lejos de que aquello le consternara, ascendí al submundo dostoievskiano de su mitología donde viven todos los verdaderos santos. Al igual que Giacometti y Kerouac, Dylan está obsesionado con el sagrado mundo subterráneo: putas y macarras, yonquis, bribones.


Dylan quería saber cómo había conseguido salir de mi muro para volver a hacer discos. Incluso para Dylan, eso no es tan simple: uno no entra en un estudio de grabación, después de haber vivido en unas ruinas, y empieza a preparar un disco.

Así que empecé a contarle mi historia:
—Conocí a un tío y me fui a la India, viví en el sótano de Madame Curie durante un tiempo, y entonces tuve un hit en Irlanda, formé una banda y un día recibí un poema por correo y al leerlo supe que era una canción que tenía que cantar.

Aquello empezaba a sonar como una de las serpentinas narraciones de Dylan: "Fui a Italia, heredé un millón de dólares...".
Al final de aquella noche sumamente encantadora, Dylan me dijo:
"Si alguna vez me necesitas, o si alguna vez, si yo pudiera escribirte esa carta otra vez". Lo dijo como si fuera un verso de sus canciones. Al amanecer, lo acompañamos en coche a su hotel. Quizá en otra vida, me dije a mí misma. Un día todo se resolverá por sí solo. Pero era mala suerte, de verdad, he de decirlo, porque yo adoraba a Dylan. ¿Qué puedo decir? Cuando en la mitología griega los mortales se encuentran con los dioses, se van deslumbrados y confundidos.

jueves, 22 de noviembre de 2007

¡Soy como Bruce Willis!

Neta, no me discutan a mi sino al programita Heritage de Internet. Sé que dirán que sólo me parezco al matón de Joligud en la abundante cabellera, pero los cálculos matemáticos cibernéticos no mienten. Así que tendré que comprarme mi rifle (aunque sea de copitas) pa echar bala a gusto.

Que también me parezco al gordito de American Idol, ¡yo que no canto ni con judiciales! ¡Oi nomás!


Mejor los invito a que ustedes saquen sus parecidos famosos en la página dichosa esta

domingo, 18 de noviembre de 2007

¡Ave maría purísima! Cómo ser fanático y guacamayo al mismo tiempo...

¡Las cosas que uno tiene que ver!

Dando vueltas por los blogs me encontré un post en el del buen Aldo que me provocó un ataque de histeria como no sentía desde que vi como al camellito le cortaban sus patitas en una película de Pepe el Toro.

Como dice Aldo, ya quisiera yo hablar así aunque fuera con telepromter. Este chiquillo está cabrón, ya no sabe uno si aplaudir o salir azorado antes de que el chamuco también se le meta a uno. Se llama Nezareth Castillo y su labia ya la quisiera el mismísimo Sandoval a la hora de pasar la charola. Uno ve a chiquillos como este y se revalora el papel histórico de Herodes. Nomás falta que este minimerolico esté afiliado al PAN o que Emilio se lo quiera traer a las clases de biblia.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Yo amo al futbol


Roberto "El Negro" Fontanarrosa, además de un estupendo cariacturista, era un fanático del futbol, capaz dice, de pasar una soleada tarde en París sin salir de su habitación por ver un partido entre el Feyenoord y el Galatasaray ¡Y de pilón, amistoso!

Originario de Rosario, Argentina,entre los leprosos del Newell's o los canallas del Rosario central, escogió estos últimos como su bando a defender. Escribió muchos cuentos sobre el tema, la mayoría de ellos, fieles representantes de la pasión extrema por el deporte, no solo a nivel profesional, sino también de esas cáscaras en los potreros y el caló de barrio que es en sí todoun objeto de estudio.

El cuento que sigue a continuación es una verdadera joya. Una narración repleta de guiños de humor negro, espero que la disfrutes. Además, aderecé la narración con algunas viñetas del dibujante que murió hace unos meses y a quien tuve el honor de escuchar en la FIL del año pasado.



19 de Diciembre de 1971


Sí yo sé que ahora hay quienes dicen que fuimos unos hijos de puta por lo que hicimos con el viejo Casale, yo sé. Nunca falta gente así. Pero ahora es fácil decirlo, ahora es fácil. Pero habla que estar esos días en Rosario para entender el fato, mi viejo, que hablar al pedo ahora habla cualquiera.

Yo no sé si vos te acordás lo que era Rosario en esos días anteriores al partido. ¡Y qué te digo “esos días”! ¡Desde semanas antes ya se venía hablando, del partido y la ciudad era una caldera, porque eso era lo que era la ciudad! Claro, los que ahora hablan son esos turros que después vos los veías por la calle gritando y saltando como unos desgraciados, festejando en pedo a los gritos y después ahora te salen con que son... ¿qué son?... moralistas... ¿De qué se la tiran, hijos de mil putas? Ahora son todos piolas, es muy fácil hablar. Pero si vos vieras lo que era la ciudad en esos días, hennano, prendías un fósforo y volaba todo a la mierda. No se hablaba de otra cosa en los boliches, en la calle, en cualquier parte. Saltaban chispas, te aseguro. Y la cosa arrancó con el fato de las cábalas. O mejor dicho, de los maleficios.

—Hay que entender que no era un partido cualquiera, hermano, era una final final. Porque si bien era una semifinal, el que ganaba después venía a jugar a Rosario y le rompía el culo a cualquiera. Fuera Central como Ñul, acá le hacía la fiesta a cualquiera. ¡Y cómo estaban los lepra! ¡Eso, eso tendrían que acordarse ahora los que hablan al reverendo pedo y nos vienen a romper las pelotas con el asunto del viejo Casale! ¿No se acuerdan esos turros cómo estaban los lepra? ¿No se acuerdan ahora, mi viejo? Había que aguantarlos porque se corrían una fija, pero una fija se corrían, hermano, que hasta creo que se pensaban que nos iban a llenar la canasta. No que sólo nos iban a hacer la colita sino que además nos iban a meter cinco, en el Monumental y para latelevisión. ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre! ¡Qué mierda nos van a hacer cinco esos culosroto! ¡Así se la comieron doblada! ¡Qué pija que tienen desde ese día y no se la pueden sacar!

Pero la verdad, la verdad, hermano, con una mano en el corazón, que tenían un equipazo, pero un equipazo, de padre y señor mío.

Hay que reconocerlo. Porque jugaban que daba gusto, el buen toque y te abrochaban bien abrochado. Estaba Zanabria, el Marito Zanabria; el Mono Obberti ¡Dios querido, el Mono Obberti, qué jugador! Silva el que era de Lanús, el albañil. ¡Montes! Montes de cinco; Santamaría el Cucurucho Santamaría, qué sé yo, era un equipazo, un equipazo hay que reconocer, y la lepra se corría una fija. ¿Sabés cuántos había en la ruta a Buenos Aires, el día del partido? Yo no sé, eran miles, millones, yo no sé de dónde habían salido tantos leprosos. Si son cuatro locos y de golpe, para ese partido, aparecieron como hormigas los desgraciados. Todos fueron. ¡Lo que era esa ruta, papito querido! Entonces, oíme, había que recurrir a cualquier cosa. Hay partidos que no podés perder, tenés que ganar o ganar. No hay tutía. Entonces si a mí me decían que tenía que matar a mi vieja, que había que hacer cagar al presidente Kennedy, me daba lo mismo, hermano. Hay partidos que no se pueden perder. ¿Y qué? ¿Te vas a dejar basurear por estos soretes para que te refrieguen después la bandera por la jeta toda la vida? No, mi viejo. Entonces, ahí, hay que recurrir a cualquier cosa. Es como cuando tenés un pariente enfermo ¿viste? tu vieja, por ejemplo, que por ahí sos capaz hasta de ir a la iglesia ¿viste? Y te digo, yo esa vez no fui a la iglesia, no fui a la iglesia porque te juro que no se me ocurrió, mirá vos, que si no... te aseguro que me confesaba y todo si servía para algo. Pero con los muchachos enganchamos con la cuestión de las brujerías, de la ruda macho, de enterrar un sapo detrás del arco de Fenoy, de tirar sal en la puerta de los jugadores de Ñubel y de todas esas cosas que siempre se habla. Por supuesto que todas las brujas del barrio ya estaban laburando en la cosa y había muñecos con camiseta de Ñubel clavados con alfileres, maldiciones pedidas por teléfono y hasta mi vieja que no manya mucho del asunto tenía un pañuelo atado desde hacía como diez días, de ésos de “Pilato, Pilato, si no gana Central en River no te desato”. Después la vieja decía que habíamos ganado por ella, pobre vieja, si hubiera sabido lo del viejo Casale, pero yo le decía que sí para no desilusionarla a la vieja.

Pero todo el fato de la ruda macho y el sapo de atrás del arco eran, qué sé yo, cosas muy generales, ya había tipos que lo estaban haciendo y además, el partido era en el Monumental y no te vas a meter en la pista olímpica a enterrar un sapo porque vas en cana con treinta cadenas y no te saca ni Dios después, hermano. Entonces, me acuerdo que empezamos con la cosa de las cábalas personales. Porque me acuerdo que estábamos en el boliche de Pedro y veníamos hablando de eso. Entonces, por ejemplo, resolvimos que a Buenos Aires íbamos a ir en el auto del Dani porque era el auto con el que habíamos ido una vez a La Plata en un partido contra Estudiantes y que habíamos ganado dos a cero. Yo iba a llevar, por supuesto, el gorrito que venía llevando a la cancha todos los últimos partidos y no me había fallado nunca el gorrito. A ése lo iba a llevar, era un gorrito milagroso ése.El Coqui iba a ir con el reloj cambiando de lugar, o sea en la muñeca derecha y no en la izquierda, porque en un partido contra no sé quién se lo había cambiado en el medio tiempo porque íbamos perdiendo y con eso empatamos.o sea, todo el mundo repasó todas las cábalas posibles como para ir bien de bien y no dejar ningún detalle suelto. te digo más, estuvimos parados en la tribuna en el partido contra Atlanta para pararnos de la misma manera en el partido contra la lepra el boludo de michi decía que él había estado detrás del Valija y el Miguelito porfiaba que el que había estado detrás del Valija era él. Mirá vos, hasta eso estudiamos antes del partido, para que veas cómo venía la mano en esos días. ¿Y sabés qué te lleva a eso, hermano, sabés qué te lleva a eso? El cagazo, hermano, el cagazo, el cagazo te lleva a hacer cualquier cosa, como lo que hicimos con el viejo Casale.

Porque si llegábamos a perder, mamita querida, nos teníamos que ir de la ciudad, mi viejo, nos teníamos que refugiar en el extranjero, te juro, no podíamos volver nunca más acá. Íbamos a parecer esos refugiados camboyanos que se tomaron el piro en una balsa. Te juro que si perdíamos nosotros agarrábamos el “Ciudad de Rosario” y por acá, por el Paraná, nos teníamos que ir todos, millones de canallas, no sé, a Diamante, a Perú, a Cuzco, a la concha de su madre, pero acá no se iba a poder vivir nunca más con la cargada de los leprosos putos, mí viejo. Ya el Miguelito había dicho bien claro que él se la daba, que si perdíamos agarraba un bufo y se volaba la sabiola y te digo que el Miguelito es capaz de eso y mucho más porque es loco el Miguelito, así que había que creerle. O hacerse puto, no sé quién había comentado la posibilidad de hacerse trolo y a otra cosa mariposa, darle a las plumas y salir vestido de loca por Pellegrini y no volver nunca más a la casa. Pero, te digo, nadie quería ni siquiera sentir hablar de esa Posibilidad. Ni se nombraba la palabra “derrota”.

Era como cuando se habla del cáncer, hermano. Vos ves que por ahí te dicen “la papa”, o “tiene otra cosa”, “algo malo”, pero el cangrejo, mi viejo, no te lo nombra nadie. Y ahí fue cuando sale a relucir lo del viejo Casale. El viejo Casale era el viejo del Cabezón Casale, un pibe que siempre venía al boliche y que durante años vino a la cancha con nosotros pero que ya para ese entonces se había ido a vivir al norte, a Salta creo, lo vi hace poco por acá, que estaba de paso. Y ahí fue que nos acordamos de que un día, en la casa del Cabezón, el viejo había dicho que él nunca, pero nunca, lo había visto perder a Central contra Ñul. Me acuerdo que nos había impresionado porque ese tipo era un privilegiado del destino. Aunque al principio vos te preguntas, “¿Cómo carajo hizo este tipo pata no verlo perder nunca a Central contra Ñul? ¿Qué mierda hizo? Este coso no va nunca a la cancha”. Porque, oíme alguna vez lo tuviste que ver perder, a menos que no vayás a. los clásicos. Y ojo que yo conozco muchos así, que se borran bien borrados de los clásicos. O que van en Arroyito, pero que a la cancha del Parque no van en la puta vida. Y me acuerdo que le preguntarlos eso al viejo y el viejo nos dijo que no, y nos explicó. El iba siempre, un fana de Central que ni te cuento, pero se había dado, qué sé yo, una serie de casualidades que hicieron que en un montón de partidos con Ñul él no pudiera ir por un montón de causas que ni me acuerdo. Que estaba de viaje por Misiones —el viejo era comisionista—; que ese día se había torcido un tobillo y no podía caminar, que estaba engripado, que le dolía un huevo, qué sé yo, en fin, la verdad, hermano— que el viejo la posta posta era que nunca le había tocado ver un partido en que la lepra nos hubiera roto el orto. Era un privilegiado el viejo y además, un talismán, querido, porque así como hay tipos mufa que te hacen perder partidos adonde vayan, hay otros que si vos los llevás es número puesto que tu equipo gana. No es joda. Y el viejo Casale era uno de éstos, de los ojetudos.

Entonces ahí nos dijimos “Este viejo tiene que estar en el Monumental contra Ñubel. No puede ser de otra forma. Tiene que estar”... Claro, dijimos, seguro que va a estar, si es fana de Central, canalla a muerte. Pero nos agarró como la duda viste? porque nosotros no era que lo veíamos todos los días al viejo, te digo más, desde que el Cabezón se había ido al norte a laburar, al viejo de él no lo habíamos vuelto a ver ni en la cancha, ni en la calle ni en ninguna parte. Además, el viejo ya estaba bastante veterano porque debía tener como ochenta pirulos por ese entonces. Bah, en realidad ochenta no, pero sus sesenta, sesenta y cinco años los tenía por debajo de las patas.

Entonces, con el Valija, el Colorado y el Miguelito decimos “vamos a la casa del viejo a asegurarnos que va y si no va lo llevamos atado”. Porque también podía ser que el viejo no fuera porque no tuviera guita, qué sé yo. Nosotros ya habíamos pensado en hacer una rifa a beneficio, una kermesse, cualquier cosa. El viejo tenía que ir, era una bandera, un cheque al portador.
La cuestión es que vamos a la casa y... ¿a qué no sabés con lo que nos sale el viejo? Que andaba mal del bobo y que el médico le había prohibido terminantemente ir a la cancha, mirá vos. Nos sale con eso. Que no. Que había tenido un infarto en no sé qué partido, en un partido de mierda después que una pelota pegó en un palo, que había estado muerto como media hora y lo habían salvado entre los indios con respiración artificial y masajes en el cuore, que no había clavado la guampa de puro pedo y que le había quedado tal cagazo que no había vuelto a ir a la cancha desde hacía ya, mirá lo que te digo, dos años.

¡Hacía dos años que no iba a la cancha el viejo ese! Y no era sólo que él no quería ir sino que el médico y, por supuesto, la familia, le tenían terminantemente prohibido ir, lógicamente. No sé si no le prohibían incluso escuchar los partidos por radio, no sé si no se lo prohibían, para que no le pateara el bobo, porque parece que el viejo escuchaba un pedo demasiado fuerte y se moría, tan jodido andaba. Vos le hacías ¡Uh! en la cara y el viejo partía. ¡Para qué! Te imaginás nosotros, la desesperación, porque eso era como un presagio, un anuncio del infierno, hermano, era un preanuncio de que nos iban a hacer cagar en Buenos Aires, mi viejo. Entonces empezamos a tratar de hacerle la croqueta al viejo, a convencerlo, a decirle “Pero mire, don Casale, usted tiene que estar, es una cita de honor. ¡Qué va a estar mal usted del cuore, si se lo ve cero kilómetro! Vamos, don Casale —me acuerdo que lo jodía Miguelito— ¿cuántos polvos se echa por día? usted está hecho un toro”. Pero el viejo, ni mierda, en la suya. Que no y que no.

Le decíamos que el partido iba a ser una joda, que Ñubel tenía un equipo de mierda y que ya a los quince minutos íbamos a estar tres a cero arriba, que el partido era una mera formalidad, que el gobierno ya había decidido que tenía que ganar Central para hacer feliz a mayor cantidad de gente. No sé, no sé la cantidad de boludeces que le dijimos al viejo para convencerlo. Pero el viejo nada, una piedra el hijo de puta. Para colmo ya habían empezado a rondar la mujer del viejo, madre del Cabezón, y una hermana del Cabezón, que querían saber qué carajo queríamos decirle nosotros al vicio en esa reunión, porque medio que ya se sospechaban que nosotros no íbamos para nada bueno. En resumen que el viejo nos dijo que no, que ni loco, que ni siquiera sabía si iba apoder resistir la tensión de saber que se jugaba el partido, aun sin escucharlo. Porque el viejo los diarios los leía, tan boludo no era, y sabía cómo venía la mano, cómo era la cosa, cómo formaban los equipos, suplentes, historial, antecedentes, chaquetillas, color, todo. Nos dijo más. “Ese día —nos dijo— bien temprano, antes de que empiecen a pasar los camiones y los ómnibus con la gente yendo para Buenos Aires, yo me voy a la quinta de un hermano mío que vive en Villa Diego”. No quería escuchar ni los bocinazos el viejo. “Me voy tempranito a lo de mi hermano, que a mi hermano le importa un sorete el fútbol, y me paso el día ahí, sin escuchar radio ni nada”. Porque el viejo decía y tenla razón, que si se quedaba en la casa, por más que se encerrara en un ropero, algo iba a oír, algún grito, algún gol, alguna cosa iba a oír, pobre desgraciado, y se iba a quedar ahí mismo seco en el lugar. Así que se iba a ir a radicar en la quinta de ese hermano que tenía, para borrarse del asunto.

Muy bien, muy bien. Te digo que salimos de allí hechos bosta porque veíamos que la cosa venía muy mal. Casi era ya un dato seguro como para decir que éramos boleta. Para colmo, al Valija, el día anterior le había caído una tía del campo y él se acordaba que, en un partido que perdimos con San Lorenzo, esa misma tía le había venido el día antes. Era un presagio funesto el de la tía.
Fue cuando decidimos lo del secuestro. Nos fuimos al boliche y esa noche lo charlamos muy seriamente. El Dani decía que no, que era una barbaridad, que el viejo se nos iba a morir en el viaje, o en la cancha, y después se iba a armar un quilombo que íbamos a terminar todos en cana y que, además, eso sería casi un asesinato. Pero al Dani mucha bola no le dimos porque ha sido siempre un exagerado y más que un exagerado, medio cagón el Dani. Pero nosotros estábamos bien decididos y más que nada por una cosa que dijo el Valija: el viejo estaba diez puntos. Había tenido un infarto, es cierto. Pero hay miles de tipos que han tenido un infarto y vos los ves caminando tranquilamente por la yeca y sin hacer tanto quilombo como este viejo pelotudo, con eso de meterse adentro de un ropero, o no ir a la cancha, o dejar que te rigoree la familia como la esposa y la otra, la hermana del Cabezón. Por otra parte, y vos lo sabés, los médicos son unos turros pero unos turros que se ve que lo querían hacer durar al viejo mil años para sacarle guita, hacerle experimentos y chuparle la sangre. Y además, como decía el Miguelito y eso era cierto, vos lo veías al viejo y estaba fenómeno. Con casi sesenta afios no te digo que parecía un pendejo pero andaba lo más bien. Caminaba, hablaba, se sentaba, qué sé yo, se movía. ¡Chupaba! Porque a nosotros nos convidó con Cinzano y el viejo se mandó su medidita, no te digo un vasazo pero su medidita se mandó. La cosa es que el Miguelito elaboró una teoría que te digo, aún hoy, no me parece descabellada. ¡El viejo era un curro, hermano! Un turrazo que especulaba con el fato del bobo para pasarla bien y no laburarla nunca más en la vida de Dios. Con el sover del bobo no ponía el lomo, lo atendían a cuerpo de rey y —la tenía a la vieja y a la hermana del Cabezón pendientes de él —viviendo como un bacan, el viejo. Y... ¿de qué se privaba? De algún faso; que no sé si no fasearía escondido; y de no ir a—la cancha. Fijate vos, eso era todo. Y vivía como Carolina de Mónaco el otario. Bueno, con ese argumento y lo que dijo el Colorado se resolvió todo.

El Colorado nos habló de los grandes ideales, de nuestra misión frente a la sociedad, de nuestro deber frente a las generaciones posteriores, los pendejos. Nos dijo que si ese partido se perdía, miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias. Que, para nosotros y eso era verdad, iba a ser muy duro, pero que nosotros ya estábamos jugados, que habíamos tenido lo nuestro y que, de últimas, teníamos experiencias en malos ratos y fulerías. Pero los pibes, los pendejitos de Central, ésos, iban a tener de por vida una marca en sus vidas que los iba a marcar para siempre, como un fierro caliente. Que las cargadas que iban a recibir esos pibes, esas criaturas, en la escuela, los iban a destrozar, les iban a pudrir el bocho para siempre, iban a ser una o dos generaciones de tipos hechos bolsa, disminuidos ante los leprosos, temerosos de salir a la calle o mostrarse en público. Y eso es verdad, hermano, porque yo me acuerdo lo que eran las cargadas en la escuela primaria, sobre todo.

Yo me acuerdo cuándo perdimos cinco a tres con la lepra en el Parque después de ir ganando dos a cero, cuando se vendió el Colorado Bertoldi, que todavía se estará gastando la guita, y te juro que yo por una semana no me pude levantar de la cama porque no me atrevía a ir a la escuela para no bancarme la cargada de los lepra. Los pibes son muy hijos de puta para la cargada, son muy crueles. ¿No viste cómo descuartizan bichos, que agarran una langosta y le sacan todas las patas? Son unos hijos de puta los pibes en ese sentido. Y lo que decía el Colorado era verdad. Ahora todo el mundo habla de la deuda externa, y bueno, hermano, eso era algo así como lo de la deuda externa, que por la cagada de cuatro reverendos hijos de puta que empeñaron el país, la tenemos que pagar todos y los hijos y los hijos de nuestros hijos. Y si estaba en nosotros hacer algo para que eso no pasara, había que hacerlo, mi querido. Además, como decía el Colorado, ya no era el problema de la cargada de los pendejos futbolistas, está también el fato del exitismo. Los pibes ven que gana un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas del campeón. Entonces, ponele que hubiese ganado Ñubel y... ¡a la mierda! ... de ahí en más todos los pibes se hacían de Ñubel, ponele la firma. Y no te vale de nada llevarlos a la cancha, conversarlos, hablarles del Gitano Juárez o el Flaco Menotti, ni comprarles la camiseta de Central apenas nacen. No te vale de nada. Los pendejos ven que sale River campeón y son de River. Son así. Y en ese momento no era como ahora que, mal que mal, vos los llevás al Gigante y los pibes se caen de culo. Entonces, cuando van al chiquero del Parque, por mejor equipo que pueda tener Ñul, los pibes piensan “Yo no puedo ser hincha de esta villa miseria” y se hacen de Central. Porque todo entra por los ojos y vos ves que ahora los pibes por ahí ni siquiera han visto jugar a Central o a Ñul y ya se hacen hinchas de Central por el estadio. Es otra época, los pendejos son más materialistas, yo no sé si es la televisión o qué, pero la cosa es que se van de boca con los edificios.

Entonces la cosa estaba clara, había que secuestrar al viejo Casale, o sino aguantarse que quince, veinte años depués, hoy por ejemplo, la ciudad estuviese llena de lepra sos nacidos después de ese partido, y esto hoy ¿sabés lo que sería? Beirut sería un poroto al lado de esto, hermano te juro.

El que organizó la “Operación Eichmann”, como lo llamamos, fue el Colorado. La llamamos así por ese general aleman, el torturador, que se chorearon de acá una vez los judíos ¿viste? y lo nuestro era más o menos lo mismo. El Colorado es un tipo muy cerebral, que le carbura muy bien el bocho y él organizó todo. El Colorado ya no estaba par ese entonces en la O.C.A.L.. La O.C.A.L., no sé si sabés es una organización de acá, de Rosario, que se llama así porque son iniciales, O.C.A.L “Organización Canalla Anti Lepra”. Son un grupo de ñatos como el Ku-Klux-Klan, más o menos, que se reúnen en reuniones secretas y no sé si no van con capucha y todo a las reuniones, o si queman algún leproso vivo en cada reunión. Mirá yo no sé si es requisito indispensable ser hincha de Central, pero seguro seguro, lo que tenés que hacer es odiar a los lepra. Tenés que odiar más a los lepra que lo que querés a Central.
Hacen reuniones, escriben el libro de actas, piensar maldades contra los lepra, festejan fechas patrias de partidos que les hemos ganado, tienen himnos, son como esos tipos los masones esos, que nadie sabe quiénes son. Andan con antorchas. Bueno, de la O.C.A.L., de la O.C.A.L. al Colorado lo echaron por fanático, con eso te digo todo pero es un bocho el Colorado y él fue el que organizó todo el operativo.

Y te la cuento porque es linda, te la cuento porque es linda, no sé si un día de estos no aparece en el “Selecciones” y todo. Averiguamos qué ómnibus iba para Villa Diego, adonde tenía la quinta el hermano del viejo Casale. Desde donde vivía el viejo, ahí por San Juan al mil cuatro cientos, lo único que lo dejaba en ese entonces, si mal no recuerdo, era el 305 que pasaba por la calle San Luis. O sea que el viejo tenía que tomarlo en San Luis-Paraguay o San Luis-Corrientes, no más allá de eso a menos que fuera muy pelotudo y lo fuera a tomar a Bulevar Oroño que no sé para qué mierda iba a hacer eso. Ahora, la. duda era si el viejo se iba a ir en ómnibus o en auto, porque si se iba en auto nos recagaba, pero nos jugábamos a que se iba a ir en ómnibus porque auto no tenía y seguro que el hermano tampoco tenía porque debía ser un muerto de hambre como él, seguramente. Y te digo que la cosa venía perfecta, porque el viejo nos había dicho que iba a salir bien temprano para no infartarse con las bocinas o sea que nosotros podíamos combinarlo con el horario de salida nuestra para el partido. Porque también nos cagaba si salía a la una de la tarde para Villa Diego porque después ¿cómo llegábamos nosotros a Buenos Aires para la hora del partido con el quilombo que era la ruta y en un ómnibus de línea? Lo más probable es que nos hiciéramos pelota en el camino por ir a los pedos. Y por otra parte, hermano, Villa Diego queda saliendo para Buenos Aires o sea que la cosa estaba clavada, era posta posta.
Después hubo que hablar con los otros muchachos, porque convencer al Rulo no nos costó nada, a él le daba lo mismo y, además, le contamos los entretelones del asunto. Te digo que el Colora manejó la cosa como un capo, un maestro. El asunto era así, el Rulo es un fana amigo de Central que tiene un par de ómnibus, está muy bien el Rulo. Y en esa época tenía un par de coches en la línea 305. Fue un ojete así de grande, porque si no teníamos que conseguir otro coche, cambiarle el color, pintarlo, qué sé yo, ponerle el número, un laburo bárbaro. Pero el Rulo tenía dos 305 y con uno de ésos ya tenía pensado pirarse para el Monumental el día del partido y más bien que se llevaba como mil monos que también iban para allá. Lo sacaba de servicio y que se fueran todos a la reputísima madre que los parió, no iba a perderse el partido ese.

Entonces, el Rulo, con los monos arriba Y nosotros, tenía que estar con el ómnibus preparado, el motor en marcha, por España, estacionado. Y el Miguelito se ponía de guardia, tomando un café, justo en un boliche de ahí cerca desde donde veían la puerta de la casa del viejo Casale. Creo que a las cinco, nomás, de la matina, ya estaba el Miguelito apostado en el boliche haciéndose el boludo y junando para la casa del viejo. Te juro que ni los tupamaros hubieran hecho un operativo como ése, hermano. Fue una maravilla.

Apenas vio que salía el viejo con una canastita donde seguro se llevaba algún matambre casero, algo de eso, el pobre viejo, el Miguelito cazó una Vespa que tenía en ese entonces, dio la vuelta a la manzana y nos avisó. Cargó la moto en el ómnibus, en la parte de atrás, detrás de los últimos asientos y nos pusimos en marcha.

Ya les habíamos dicho a tres o cuatro pendejos, de esos quilomberos de la barra, que se hicieran bien los sotas, que no dijeran ni media palabra y se hicieran los que apoliyaban. Nosotros también, para que no nos reconociera el viejo, estábamos en los asientos traseros, haciéndonos los dormido, incluso con la cara tapada con algún pulover, como si nos jodiera la luz, o con algún piloto.

Te digo que el día había amanecido frío y lluvioso, como la otra fecha patria, el 25 de Mayo. Además, el quilombo había sido guardar y esconder todas las banderas, las cornetas, las bolsas con papelitos, los termos, todo eso. Uno de los muchachos llevaba una bandera de la gran puta que medía 52 metros ¡52 metros, loco! Media cuadra de bandera que decía “Empalme Graneros presente” y tuvimos que meterla debajo de un asiento para que el. viejardo no la vichara.
La cosa es que el viejo subió medio dormido y se sentó en uno de los asientos de adelante que ya habíamos dejado libre a propósito para que no viera mucho del ómnibus. Rulo le cobró boleto y todo. Y nadie se hablaba como si no nos conociéramos. Y como el ómnibus iba haciendo el recorrido normal, el viejo iba lo más piola, mirando por la ventanilla. La cuestión es que llegamos a Villa Diego y el viejo tranquilo. Cada tanto, cuando nos pasaba algún auto con banderas en el techo, tocando bocina, el viejo miraba a los que tenía cerca y movía la cabeza como diciendo “¡Mirá vos!”.

Se ve que tenía unas ganas de hablar pero nadie quería darle mucha bola para no pisarse en una de ésas. Así que nos hacíamos todos los dormidos. Parecía que habían tirado un gas adentro de ese ómnibus hermano. Como cuando se muere algún ñato ¿viste? que se queda a apoliyar en el auto con el motor prendido y lo hace cagar el monóxido de carbono, creo. Bueno, así parecía que a nosotros nos había agarrado el monóxido de carbono. Pero, cuando llegamos a Villa Diego, por ahí el viejo se levanta y le dice al Rulo “En la esquina, jefe.”. Y yo no sé qué le dijo el Rulo, algo de que ahí no se podía parar, que estaba cerrado el tráfico, que había que seguir un poco más adelante y el viejo se la comió, pero se quedó paradito al lado de la puerta. Al rato, por supuesto, de nuevo el viejo, “En la esquina”. Ahí ya el Rulo nos miró, porque se le habían acabado los versos. Y ahí, hermano... ¡vos no sabés lo que fue eso! Fue como si nos hubiésemos puesto todos de acuerdo y te juro que ni siquiera lo habíamos hablado. Empezaron los muchachos a desplegar las banderas, a sacar las cornetas y las banderas por la ventana, y a los gritos, hermano, “¡Soy canalla, soy canalla!” por las ventanas.

Pero no para el lado del viejo, el pobre viejo, que la cara que puso no te la puedo describir con palabras, sino para afuera, porque los grones, con lo quilomberos que son, se habían ido aguantando hasta ahí sin gritar ni armar quilombo para no deschavarse con el viejo, pero cuando llegó el momento agarraron las banderas, empezaron a sacar los brazos y golpear las chapas del costado del ómnibus y también el Rulo empezó a seguir el ritmo con la bocina.

¿Viste esas películas de cowboy, cuando los choros van a asaltar una carreta donde parece que no hay nadie, o que la maneja nada más que un par de jovatos y de golpe se abren los costados y aparecen 17.000 soldados que los cagan a tiros? ¿Que levantan la lona y estaban todos adentro haciéndose los sotas? Bueno, ese ómnibus debió ser algo así. De golpe se transformó en un quilombo, un escándalo, una de gritos, de bocinazos, cornetas, una joda. ¡Y la gente al lado de la ruta! Porque desde la madrugada ya había gente a los costados de la ruta esperando que pasaran las caravanas de hinchas. Era para llorar, eso, conmovedor, te saludaban, gritaban, levantaban los puños, por ahí algún lepra, a las perdidas, te tiraba un cascotazo... Pero vuelvo al viejo, el viejo, no sabés la caripela que puso. Porque nosotros lo estábamos mirando porque decíamos: éste es el momento crucial. Ahí el viejo o cagaba la fruta, el corazón se le hacía bosta, o salía adelante. El viejo miraba para atrás, a todos los monos que saltaban y cantaban y no lo podía creer. Se volvió a sentar y creo que hasta San Nicolás no volvió a articular palabra. Te digo que el Rábano, el hijo de la Nancy ya se había ofrecido a hacerle respiración boca a boca llegado el caso, que era algo a lo que todos, mal que mal, le habíamos esquivado el bulto porque, qué sé yo, te da un poco de asco, además con un viejo.

Pero mirá, te la hago corta. Mirá, cuando el viejo ya vio que no había arreglo, que no había posibilidad de que lo dejáramos bajar del ómnibus, se entregó, pero se entregó entregó. Porque, al principio, nosotros nos acercamos y nos reputeó, nos dijo que éramos unos irresponsables, unos asesinos, que no teníamos conciencia, que era una,verguenza, qué sé yo todo lo que nos dijo. Pero después, cuando nosotros le dijimos que él estaba perfecto, que estaba hecho un toro, que si se había bancado la sorpresa del ómnibus quería decir que ese cuore se podía bancar cualquier cosa, empezó a tranquilizarse. El Colorado llegó a decirle que todo era una maniobra nuestra para demostrarle que él estaba perfectamente sano y que incluso el médico estaba implicado en la cosa.

Mirá hermano, y creéme porque es la pura verdad ¿qué intención puedo tener en mentirte, hoy por hoy? mucho antes ya de entrar en Buenos Aires ese viejo era el más feliz de los mortales, te lo digo yo y te lo juro por la salud de mis lujos. El viejo cantaba, puteaba, chupaba mate, comía facturas, gritaba por la ventana y a la cancha se bajó envuelto en una bandera. No había, en la hinchada, un tipo más feliz que él. Vino con nosotros a la popu y se bancó toda la espera del partido, que fue más larga que la puta que lo parió y después se bancó el partido. Estaba verde, eso si, y había momentos en que parecía que vos lo pinchabas con un alfiler y reventaba como un sapo, porque yo lo relojeaba a cada momento. Y después del gol del Aldo, yo lo busqué, lo busqué porque fue tal el quilombo y el desparramo cuando el Aldo la mandó adentro que yo ni sé por dónde fuimos a caer entre las avalanchas y los abrazos y los desmayos y esas cosas. Pero después miré para el lado del viejo y lo vi abrazado a un grandote en musculoso casi trepado arriba del grandote, llorando. Y ahí me dije: si éste no se murió aquí, no se muere más. Es inmortal. Y después ni me acordé más del viejo, que lo que alambramos, lo que cortamos clavos, los fierros que cortamos con el upite, hermano, ni te la cuento. Eso no se puede relatar, hermano, porque rezábamos, nos dábamos vueltas, había gente que se sentaba entre todo ese quilombo porque no quería ni mirar. Porque nos cagaron a pelotazos, ya el segundo tiempo era una cosa que la tenían siempre ellos y ¿sabés qué era lo fulero, lo terrible? ¡Qué si nos empataban nos ganaban, hermano, porque ésa es la justa! ¡Nos ganaban esos hijos de puta! ¡Nos empataban, íbamos a un suplementario y ahí nos iban a hacer refocilar el orto porque estaban más enteros y se venían como un malón los guachos! ¡Qué manera de alambrar! Decí que ese día, Dios querido, yo no sé que tenía el flaco Menuttl que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en cada centro. Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco ése ¡qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario. Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo. Y ahora yo te digo, te digo y me gustaría que me contesten todos esos que ahora dicen que fue una hijaputez lo que hicimos con el viejo Casale ese día. Me gustaría que alguno de esos turritos me contestara si alguno de ellos lo vio como lo vi yo al viejo Casale cuando el referí dio por terminado el partido, hermano. Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me, gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! ¡Que alguien me diga si lo vio llorar abrazado a todos como lo vi llorar yo a ese viejo, que te puedo asegurar que ese día fue para ese viejo el día más feliz de su vida, pero lejos lejos el día más feliz de su vida, porque te juro que la alegría que tenía ese viejo era algo impresionante! Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos; “¡qué importa!” ¡Qué más quería que morir así ese hombre! ¡Esa es la manera de morir para un canalla! ¿Iba a seguir viviendo? ¿Para qué? ¿Para vivir dos o tres años rasposos más, así como estaba viviendo, adentro de un ropero, basureado por la esposa y toda la familia? ¡Más vale morirse así, hermano! Se murió saltando, feliz, abrazado a los muchachos, al aire libre, con la alegría de haberle roto el orto a la lepra por el resto de los siglos! ¡Así se tenía que morir, que hasta lo envidio, hermano, te juro, lo envidio! ¡Porque si uno pudiera elegir la manera de morir, yo elijo ésa, hermano! Yo elijo ésa.