martes, 5 de abril de 2011

KURT COBAIN, LA HOGUERA Y LA DESESPERANZA.





Hace 9 años escribí este texto que fue publicado en la sección que por aquellos ayeres comandaba Bernardo Esquinca en Público. Hoy lo sacó del cajón de los recuerdos en honor a un extraordinario músico que al volarse la cabeza de un escopetazo también hirió de muerte al fenómeno generacional del grunge. Como dato anecdótico, en el texto menciono a otro torturado frontman: Layne Staley de Alice in Chains, quien fue encontrado muerto unos días después de haberse publicado lo de Cobain.






Ocho años, y muchos seguiremos contando los días. El cadáver de Kurt Cobain se estampó en el cartel representativo de un movimiento contrarrevolucionario conocido como grunge y dotó a la historia del rock con una más de las tristes, pero necesarias anécdotas que alimentan la leyenda del desenfreno y la rebeldía unidas con el talento. Es la historia común pero no corriente de otro elegido a mártir del “club de los muertos a los 27”. Cobain entró por fin al Nirvana de las víctimas del sentimiento abrasivo expresado en esa maravillosa lujuria a la que llamamos rock.


Hay épocas, hay lugares y hay hombres o nombres que a veces como por cosa de la fortuna se conjugan en una ecuación y dan al mundo una base para cimbrar sus estructuras sociológicas. Douglas Coupland le dio nombre a la desesperanza juvenil masiva bajo la forma de la X, símbolo generacional de la confusión; pero Nirvana, el trío comandado por el impetuoso y depresivo Kurt Cobain, fue quien le puso banda sonora a un caos existencial que terminó por marcar una época observada unas veces con lupa, y otras con telescopio, por los sociólogos y sicólogos del orbe.



El grunge fue y ya no será, la explosión musical y la implosión de las nuevas representaciones de la rebeldía que se traga con la abulia del no querer ser y no querer estar. El “no importa” como símbolo catastrófico de la pérdida de la identidad. Se acabaron los recuerdos nostálgicos simplones de la economía románticamente cómoda heredada de las administraciones “reaganianas”, para ser sustituida por la hidra mediática que cubría al mundo en segundos. Comenzó el aquí, despertó el ahora, el futuro es lo que menos existe, hay memoria pero no se sabe del día de mañana, se fincaron los cimientos de la aldea global y las huestes emanadas de las universidades se encontraron con la frialdad de los índices Dow Jones y Nasdaq, indicándoles que la poesía de la anhelable existencia siempre sucumbe a la tajante retórica del símbolo de los dólares. La generación que nació bajo la tutela de la televisión se quedó estancada buscando la salida del laberinto de Minos formado por los convencionalismos sociales y la lucha entre sus principios ideológicos, y la supervivencia del más ciego a los compromisos financieros de la economía global.

Seattle fue el detonante; Nirvana solo llevó a los amplificadores la rabia y el desencanto en la figura del estereotipo claro de la white trash gringa. Kurt Cobain se desgañita detrás de una mata de pelo rubio y un micrófono, cantándose a sí mismo las miserias existenciales compartidas en el underground de un movimiento musical que vino a refrescar la patética visión heredada por el Rock descafeinado por una industria que vendía espejitos a precio de vitrales. Maniquíes adornados con pedazos de tela con lentejuelas, fustigando el desmadre en canciones sazonadas con Nutrasweet. El grunge le robó al punk su festiva irreverencia y angustia, y la combinó con la desesperanza del NO FUTURE para convertirla en el coctel del desacierto y en la expresión masificada que le dio un nuevo sonido sucio y seductor a los acordes de una guitarra. Kurt Cobain se encontró de pronto en la cúspide que terminó por atragantársele: el éxito comercial que automáticamente lo colocó sin que él lo pidiera, como portavoz de una generación que le importaba una mierda; “Smell like teen spirit” se convirtió en contestatario jingle anunciando a la depresión como un producto consumible; MTV se dio cuenta que el sector que había dejado desprotegido por centrar toda su atención en el Rap, se convertía rápidamente en un Midas fácilmente adaptable a su administración de modas. Y mientras los trajes y las corbatas se hermanaban con las camisas de franela, Kurt Cobain se tomaba cincuenta pastillas de Rophynol con una botella de Champagne en una suite en Roma, para castigarse junto con los demonios que siempre le ataron al lado de los desadaptados. El estado de coma que duró días no le fue suficiente para sofocar las ansias de libertad y anonimato cazadas por los fotógrafos del turno; Cobain se sentó en la cresta de la ola para observar el mare mágnum que ayudó a construir, y del que finalmente decidió lanzarse desde lo alto para carbonizarse junto a los restos humeantes de un movimiento generacional que terminó (como era de esperarse) engullido por las leyes de ese marketing que no conoce de sensaciones pero sí de porcentajes.



El descenso al último círculo de su propio infierno comenzó mucho antes de que el propio Cobain lo supiera. La fama no fue el preámbulo sino el clímax de una rutina que lo llevaba a la extinción. El viaje a las profundidades del pesimismo del frontman de Nirvana fue guiado por la heroína, como un Virgilio autómata que se apoderaba del cuerpo de Cobain para sacar a escena a un tipo enfundado en pijamas que le gritaba a su audiencia: “Me siento estúpido y contagiado, aquí estamos entreténganos”. Mientras todos olíamos a espíritu adolescente, él nos cantaba hasta el hartazgo su inconformidad por el sitio donde lo colocamos, y no donde siempre quiso estar: en el rincón más oscuro y sucio de la habitación, con una guitarra en las manos que le sirviera como desahogo terapéutico. Todos manejamos su fama menos él, quien ya pensaba en la desintegración del grupo, quien mandaba señales desesperadas en busca de ayuda al decirle a los de Geffen Records que su nuevo disco debería llamarse I Hate myself and I want to die (ese disco era nada mas y nada menos que In Utero). Ahí estaban los símbolos que nadie pudo interpretar. Kurt Cobain se fugaba hacia su nada.





Su presentación en el MTV Unplugged fue apoteósica, y una profecía de mal gusto. Kurt Cobain se hizo su propio velorio anticipado, ahí estaba, sentado entre velas y flores blancas de espectral premonición cantando todas sus disculpas, con la voz rasposa, descarnada y conmovedora que conquistó a toda una generación. Los ojos cerrados, las yemas de los dedos punzando con firmeza las cuerdas, los mechones cayendo sobre un rostro pálido que refleja una paz que no existe en su interior. Chris Novoselic y Dave Grohl son comparsas de una atención absorbida por Cobain. El dolor ya tiene un nuevo dueño. El dolor es el nuevo acaparador de emociones en Seattle. Veo a Cobain y recuerdo a tantos otros que son atosigados por los caballos salvajes. Veo a Layne Staley vocalista de Alice In Chains encerrado en la clinica de rehabilitación mientras escribe una estrofa que reza: “Si no puedo ser yo mismo me sentiré mejor muerto”. También la oscuridad se contagia.




Kurt Donald Cobain escapó de una clínica de rehabilitación por su adicción a la heroína y fue encontrado muerto en su casa el 8 de abril de1994. El cañón de una escopeta recortada metido en la boca acabó con la vida y le abrió paso a la leyenda. Una nota de perdón no aminora el impacto de su muerte en el mundo de la música. Kurt Cobain murió en el momento menos indicado y por eso tratamos de resucitarlo en la búsqueda de complots. La paranoia no necesita explicaciones sino placebos que mitiguen los madrazos. No puede ser un simple suicidio; hay algo más: una viuda negra, una conspiración de los medios. Hay algo, debe haber algo menos la muerte tal y como es: fría, contundente, parca. Kurt Cobain fue el Ícaro que se quemó las alas con el sol de la fama, nunca quiso subir tan alto y por ello se autoinmoló en el fuego en vez de retirarse del calor que lo consumía lentamente. Borró de golpe a la tristeza de la manera en que siempre buscó. Él lo dijo: “Es mejor quemarse que desaparecer poco a poco”. Solución de la ecuación, se eliminan los factores y se obtiene el cero absoluto. El grunge desapareció tiempo después, pero dejó la huella del hierro candente en la historia contemporánea del rock. El “nevermind” que no simbolizaba nada se convirtió en el icono que permitía buscarle nuevos significados a la existencia. La vida y la música siguieron su curso, Y como escribió Coupland: “El cielo de Seattle se convirtió ese día en el corazón de la ciudad, fue como si el cielo intentara decidir si brillaba u olvidaba”.


Las brasas de la hoguera que incendió Cobain con su música primero, y después con su imagen, abrieron un nuevo espacio en el espectro musical finisecular que le devolvió al rock parte de su postura contestataria perdida en la geografía norteamericana. Una vez mas el sacrificio en pos de la nueva existencia. Que así sea.