“Cuando la extraño, yo le canto”, me dijo mi amigo. Yo le
creí.
A los amigos hay que creerles.
Mi papá estaba casi tan contento como yo cuando le dije que
por fin iba a ver en vivo a U2. Yo brincaba frente a él presumiéndole la endemoniada buena suerte que había tenido
de conseguir un par de boletos de lujo para el Pop Mart Tour en esos días
finales de 1997.
A mi papá, el hombre de la voz de trueno y gesto adusto, los
ojos se le iluminaban como los de un niño travieso cuando se emocionaba. Ese
día, a mi viejo tampoco le cabía la sonrisa en la cara.
Él sabía lo que le batallé para conseguir ese papelito que
me transportaría a ver lo que para mí era la banda más grande del mundo. Unas
semanas antes, acudí solo a mi fiesta de graduación de la universidad porque la
profunda crisis se había llevado al carajo la estabilidad financiera de mi
familia. Vi a mi papá sufrir al sentirse culpable de no haber podido ayudarme a
pagar una mesa para la familia. No le importaba cuánto le dijera que no se preocupara,
que mucho había hecho ya con ayudarme a sacar mi carrera. Que una fiesta no era
nada, que lo importante era estar juntos. No importaba. El hombre que nunca
escatimó un centavo para el bienestar y la alegría de su familia, estaba
triste.
Pero a mi papá, las alegrías y triunfos de sus hijos lo
ponían eufórico. Entusiasmado, me comentaba cuando él iba soltero o con mi
mamá, a ver los artistas que le gustaban. Romántico empedernido de los boleros,
platicaba sus experiencias cuando escuchó a los grandes tríos de su época o
incluso al “cara de foca”, el mismísimo Pérez Prado. Reconocía sus emociones y
anhelos en los míos. “Disfruta como si fuera la primera, la última, la única
vez”, me dijo.
A los papás hay que hacerles caso.
Regresé del DF extasiado, contándole todos los detalles.
Años después, cuando salió el video de ese concierto los vimos juntos un rato.
Aunque no le gustaba la música de U2 (a mi mamá sí, pero esa es otra historia)
aguantó vara por varias canciones observando la parafernalia y el exceso crómatico
y tecnológico de ese ambicioso tour; al final su comentario fue: con razón
hacías tanto mitote.
Esos días, que me parece tan cercanos que alcanzo a
agarrarlos con un puño ya se disolvieron en la ilusión de lo que fue. Mi papá
tampoco está ya y el hachazo de su partida está fresco. Ni siquiera puedo
clasificar esa pesada ausencia como dolor. Es algo más, es una terrible
sensación de desamparo. Es una nata espesa que se me atora en el esternón. Es
el miedo a la nada de su cobijo, el pavor por la orfandad de su consuelo, la
terrible amputación de su cariño y su comprensión a la que siempre corría a
resguardecerme como un crío asustado por un trueno, por el relámpago de la
muerte que azota en la oscuridad para recordarte que un rinconcito de tu
espíritu también se murió.
Mi amigo me consuela platicándome que cuando él extraña a su
mamá le canta una canción.
Me aparece un link en el whatsapp.
Mi papá fue un hombre fuerte.
Mi papá luchó contra todo y venció aun perdiendo mil
batallas.
Mi papá no dejó de sonreír a pesar de que sabía que se
estaba muriendo.
En sus últimos días a mi papá se le escuchó cantar.
A veces siento que mi papá aún me escucha.
“Cántale a tu papá cuando lo extrañes”, me dijo mi amigo.
I know that we don't talk
I'm sick of it all
Can - you - hear - me
- when - I -
Sing, you're the
reason I sing
You're the reason why
the opera is in me...
A los amigos hay que hacerles caso…