En un sábado en que América del Sur domina las pantallas de
televisión y revienta las redes con discusiones futboleras el sentido común se
diluyó en una rueda de la fortuna donde, como en la vida misma, el drama no
conoce a la justicia.
Chile llegó al partido contra el anfitrión como el equipo
con sed de triunfo mientras el rival tenía la garganta cerrada por el
nerviosismo del que sabe que no puede darse el lujo de pasar un trago amargo.
Decía Juan Villoro que el futbol se analiza siempre en
retrospectiva. De antemano se sabía que los chilenos saldrían con el ánimo de
una turba de filibusteros que atacarían a los brasileños con el cuchillo entre
los dientes y con la agilidad en las piernas de un mastín que huele el miedo en
su presa. Lo que nadie imaginaba era una escena donde los “favoritos” para llevarse
la Copa FIFA tenían lágrimas en los ojos, la frente pegada al pasto o los
brazos elevados en una plegaria desesperada… eso, antes de que finalizara
el encuentro.
Julio César, el portero brasileño que emigró de las
aguerridas canchas italianas a los aparentemente más cómodos campos alfombrados
de la Unión Americana, lloraba antes de la tanda de penales. Como nunca, el que
se sabe frente al paredón de fusilamiento mostraba sus emociones sin tener fe en que los pistoleros contrarios tuvieran la pólvora mojada.
Durante 120 minutos, los chilenos se comportaron como el
boxeador fajador que entra al intercambio de golpes con el riesgo de que lo
fulminen de un nocaut, pero a Brasil le hicieron falta los puños, a la nación
anfitrión le llegó una crisis más aguda que la económica que mantiene protestas
callejeras en su territorio: la escasez de delanteros es ahora un asunto de
seguridad nacional.
El equipo que intentó ganar hasta el final vio salir a Medel uno
de sus aguerridos guardianes de la retaguardia de la única manera en que iba a
abandonar el terreno de juego: en una camilla y el conjunto dejó todo su
esfuerzo en los postes: un tiro al travesaño en la agonía del tiempo regular
comenzaba a perfilar una tragedia, un disparo al metal en la tanda de penales
cerró el círculo de la mala fortuna.
El llanto se convirtió en un catalizador atajapenales. Julio
César puede patentar una nueva psicosesión. El guardameta carioco inauguró la
terapia Gestalt desde los once pasos.
Una cancha de futbol es un escenario histriónico donde en
ocasiones la realidad se torna bizarra. En el juego entre Brasil y Chile, el
verdugo fue el que estaba de rodillas.