viernes, 7 de septiembre de 2012

Maestro de los moneros

Me solicitaron amablemente que escribiera algo sobre el libro que presentó Milenio Jalisco sobre el caricaturista Manuel Falcón, a quien a pesar de no tener mucho tiempo de conocerlo le he tomado una gran estimación, cariiiiiiño y admiración. Esto me salió: un retrato tan fino y preciso como la foto que nos tomó Rich Boy saliendo de uno de los tantos programas de El Acordeón.


El monero bajo la lupa




El mote de “hijo adoptivo” que se lo pongan los políticos (que tanto les gusta usar ese término) Manuel Falcón Morales es un personaje que forma ya parte del anecdotario de la historia de la noble y leal ciudad y de este estado que ha sido diseccionado bajo la singular visión de uno de los mejores caricaturistas políticos del país. No es adoptado, Manuel renació aquí. Es tan tapatío como un tejuino de la Capilla de Jesús o un Picón del centro.

“Se los dije. Interiores de Manuel Falcón” (Milenio, 2012) es una buena aproximación al personaje a través de su propia memoria y las voces de amigos y damnificados de la grilla que han sido blanco de su trazo correcto y despiadado sentido del humor. Falcón se pitorrea de los andamiajes políticos porque conoce y reinterpreta a todos los changos que cuelgan en las tramoyas y sus diferentes mecates. Sus cartones son atinados doblemente: primero porque provocan carcajadas y segundo, y mas importante, por que desnudan realidades. A veces es suficiente con mirar el rectángulo de 18x13 que aparece en la página 3 de Milenio Jalisco para entender toda una circunstancia política que está ocurriendo. No han sido pocas las veces que la “exclusiva” se la ha llevado Falcón.

Si para entender la forma hay que analizar el fondo, la publicación del libro escrito por el periodista Carlos Rosas permite sumergirse un rato en los orígenes del monero que dieron impulso al origen del mono… pintado. Rebelde sin causas ajenas, Manuel Falcón arrancó su carrera desde el momento en que supo cómo agarrar un lápiz para dibujar. El niño que garabateaba en un cuaderno en realidad anticipaba profecías de una trayectoria que será considerada brillante. La influencia de las caricaturas y los programas estadounidenses vistos y escuchados en su idioma original por el niño Falcón cautivado desde este lado de la frontera en su natal Nuevo Laredo, Tamaulipas, le fueron enseñando el ritmo y la cadencia que tanto le servirían después para contar historias. Influencia no mata destino, ni gustos, la técnica de Falcón pudo comenzar bajo el embrujo de las Silly Symphonies, pero los orígenes del humor corrosivo y desmadroso parecen mas emparentados con los Looney Tunes. Falcón le debe más a Groucho Marx y el Pato Lucas que a Mickey Mouse y Harold Lloyd.

De manera atinada, Carlos Rosas nos sumerge en el universo falconiano para mostrar los antecedentes del monero, parte de la historia personal y familiar, que obviamente, fueron determinantes en la personalidad del caricaturista del otrora bigote poblado, los lentes que nunca fallan y el Bugs Bunny en la solapa. El ventaneo genealógico sirve pues, como contexto para tratar de entender (sólo tratar) a un tipo que como misterio metafísico, nunca podremos comprender del todo aunque su personalidad nos siga fascinando, casi un acto de fe. El análisis freudiano ya lo hace él por medio de su blog y en sus soliloquios de El Acordeón. A nosotros nos toca y nos basta con el despliegue del talento a través de sus cartones, sonoras trompetillas a la clase política jalisquilla-nacional y al mismo tiempo radiografía de la grilla de altas y bajas esferas.

En el libro, en el que hay que aclarar, no tuvo nada que ver en su producción y comercialización, el homenajeado esboza parte del éxito para la disección de especímenes de todos los pelajes y colores: la conversación que afloja las lenguas y las desconfianzas en medio de las ensaladas, el diálogo cafetero en el que el grillo oculta sus razones y expone sus estrategias. Falcón sabe el ABC de la política porque primero decodificó el genoma del grillo y evitar juzgar, siempre tratar de entender, nunca exhibir la vida personal. Algún día, Manuel me contó que el imponente Javier García Paniagua le dijo que a diferencia de los caricaturistas capitalinos, él era alguien con quien se podía platicar. Falcón se convirtió en alguien que termina transfigurando las palabras en líneas de tinta china.

Así, Manuel Falcón disecciona la realidad política con filo de bisturí y precisión de misil teledirigido. Su estilo no es el de los dibujos de tipos con trajes finos y labia rebuscada. Nos hace reír porque nos enseña los paños menores de la grilla de postín con métodos charros, el cachondeo y el rico vacilón del oficialismo con tonos de mariachi y el festín chapucero del legislador vago y trácala. Los rituales del caos de la prendedera de incienso a las autoridades en turno son ridiculizados por un monero al que todos temen, respetan y en una de esas hasta estiman en la misma magnitud. Al fin de cuentas su firma alcanzó ya la figura del termómetro público. Todavía no eres relevante si no te ha dibujado Falcón.

Milenio lo homenajeó acomodando, haiga sido como haiga sido, un texto en 96 páginas lo que provocó que la publicación parezca una estrategia mercadológica para promover lupas, hay historietas que no hay modo de leer si no se tiene vista de relojero. Aún así, quizá todo es una alegoría al homenajeado: escudriñar, ver entre líneas y fijarse siempre en la letra chiquita. Los cartones de Falcón muestran monos que siempre tienen diferentes lecturas, incluso algunas que no se ven a simple vista.

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