viernes, 4 de abril de 2008

Toda una historia de amor tipo Bollywood

Esta columna se publicó en el Grupo Reforma el día de hoy y es una muy amena anécdota sobre el amor, las casualidades y la globalización, se las recomiendo ampliamente. Villoro: eres un maestrazo.



Romance en la India Por Juan Villoro

"No soy Devadip, pero soy de Autlán". La frase resultó suficientemente rara para que Bety escuchara lo que seguía: Devadip era el nombre espiritual de Carlos Santana, oriundo de Autlán, Jalisco

La globalización produce cambios de identidad que afectan la forma en que la gente se enamora. Acabo de compartir un tren con un pasajero que me contó un romance digno de estos tiempos.

Viajamos de Barcelona a Alicante. A unos asientos de nosotros un perturbado gritaba por celular dramas agropecuarios. Mi vecino y yo entablamos conversación para contrarrestar la cháchara donde estallaban palabras como "porcino" y "fiambre", referidas a un comerciante de la competencia.

Resultó que el viajero de junto y yo éramos mexicanos, y sobrevino esa complicidad que sólo ocurre lejos de la patria. El paisano (a quien llamaré Edgar) me confió algo que en México hubiera ameritado 10 tequilas: estaba muy enamorado. No es común que alguien del país de José Alfredo se abra ese modo, al menos no antes de describir los atributos rigurosamente externos de su amada. Sorprendido por ese brote de interioridad, le pedí el cuento completo.

"Soy de Autlán, Jalisco", informó. Su origen tenía que ver con lo que había pasado, pero yo tardaría en saberlo. Como Edgar no acostumbra contar historias, saltó de modo abrupto al presente, donde ofrece "ventanas de oportunidades". Para alguien ajeno a la economía, ciertas expresiones suenan esotéricas. No le pedí que se explayara porque temí que tuviera la amabilidad de responderme. Me bastó saber que operaba en una zona elevada de las finanzas, donde hay ventanas por las que unos se suicidan y otras (las de oportunidades) que se abren a paisajes increíbles.

Aunque la mayoría de las transferencias se hacen por computadora, los diplomáticos del dinero recorren el mundo para garantizar la parte humana de las transacciones.

Edgar parecía suficientemente afable para poner buena cara ante un desfalco. No era extraño que tuviera éxito en su giro de trabajo, que yo aventuro como un incierto sistema de creencias donde los dioses se devalúan y cambian de divisa.

Por fin me contó de su flechazo, que de acuerdo con los tiempos fue telefónico. Edgar llamó a una aerolínea para reservar un boleto y una voz fantástica se presentó como Nancy. Luego de los trámites de rigor, él se animó a preguntar otras cosas. Nancy era de Florida y vivía a unas cuantas millas de la universidad donde Edgar estudió finanzas y cortejó a una porrista del equipo de futbol americano. Hablaron de la región y sus mosquitos. Edgar colgó con la sensación de haber perdido la oportunidad de su vida.

Pero la rueda del cosmos se movió en su favor. En la siguiente ocasión en que reservó un boleto fue atendido por Nancy. La señal de la diosa Fortuna era tan clara que él se animó a hablar hasta de los pantanos de Florida. Iniciaron así una relación telefónica que subió de intensidad hasta que, varios meses después, llegó una amarga revelación: Nancy no era una nueva versión de la porrista que él codició en sus tiempos universitarios. Se llamaba Kali y vivía en la India. La empresa le había asignado una falsa identidad para que los clientes se sintieran tratados por una típica estadounidense. Había recibido un curso para pulir su acento y datos para hablar de Florida como una lugareña. Ganaba un sueldo de hambre y no había salido de la India. "Lo siento", dijo en forma desoladora.

Según me explicó Edgar, cada vez es más común que los negocios estén deslocalizados. Al hablar a una empresa con sede en Europa, responde alguien desde un país del tercer mundo. Sin embargo, el cliente debe sentir que es atendido en Londres o Nueva York. Edgar se avergonzó de haberse enamorado de un prejuicio, pero no pudo traicionar sus emociones. A pesar de su nombre de diosa, Kali no era para él.

Curiosamente, esa experiencia lo llevó a un curso de meditación, clases de yoga y una dieta rica en yogures y tés aromáticos.

Estaba parado de cabeza cuando una mujer le habló con voz de sítara: "¡Devadip!". Aún en su posición invertida, Edgar juzgó que aquella mujer era bellísima. Se incorporó pero no tuvo tiempo de presentarse. "Devadip, soy yo. ¿Tú eres Bety?", dijo un pelirrojo. La chica, en efecto, era Bety y puso la cara de quien encuentra una molestia materialista entre las alfombras del espíritu.

El pelirrojo era un gurú telefónico. La mejor amiga de Bety le había recomendado una hotline donde sale baratísimo perder el karma negativo. Durante meses, Bety recibió acertados consejos de Devadip. Llegó un momento en que quiso conocer al hombre que la había llevado a un plano superior. En forma apropiada, él la citó en un centro donde impartía un curso de arte tántrico. Al entrar, ella vio a un apuesto indio de cabeza. Ese elástico espécimen no era su anhelado gurú sino Edgar, el ejecutivo que abre ventanas de oportunidades.

Bety odió que el maestro que le respondía por teléfono con acento del Punjab fuera un pelirrojo de la colonia Narvarte. Salió de ahí sin creer en la reencarnación.

Edgar la siguió a la salida, donde tuvo una inspiración cósmica: "No soy Devadip, pero soy de Autlán". La frase resultó suficientemente rara para que Bety escuchara lo que seguía: Devadip era el nombre espiritual de Carlos Santana, oriundo de Autlán, Jalisco.

Edgar se decepcionó de que su amada fuera de la India y Bety se decepcionó de que su amado no fuera de la India. El destino no siempre es ortodoxo: ellos estaban predestinados.

Vi a mi compañero de asiento. Con una camisa naranja parecería un actor de Bombay. Me mostró una foto de Bety: la perfecta Miss Florida.

En un mundo ideal, el pelirrojo habría viajado a la India para casarse con Kali, pero la cuota de sufrimiento es enorme y ellos sólo sabrán que están predestinados si leen este relato.

El hombre de las crisis porcinas se había dormido. La vida parecía agradable.

"¿Has leído el Rig Veda?", me preguntó Edgar.

"¿Es una ventana de oportunidades?", pregunté.

Edgar sonrió como un gurú globalizado: "puedes salir de la realidad, pero no de la India".

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