martes, 22 de mayo de 2007

Crónicas morrocotudas ... Argentina (II)


Seguimos aquí con la segunda parte de las Crónicas Morrocotudas en Argentina comenzando con una estampa de la Casa Rosada y talqueada. Un viajezote en todos los sentidos fue este. Bien decía Morand que un viaje es una nueva vida, con un nacimiento, un crecimiento y una muerte, que nos es ofrecida en el interior de la otra.

¡Fíjate nomás!

Como cualquier ciudad tercermundista que se respete, Buenos Aires posee sus dos carotas contrastantes. Por un lado está el romanticismo cultural que envuelve a la capital federal de Argentina en un pintoresco paisaje de librerías, galerías de arte, museos, amplios jardines, música, arquitectura y glamour.


La urbe porteña envuelve al visitante en su atmósfera cadenciosa, con una seductora sonrisa, la ciudad pone su mano en el costado del visitante y literalmente se lo lleva al baile, los eleva con pasos gentiles y suaves unos centímetros sobre el pavimento y lo hechiza dando vueltas al ritmo de una milonga o un tango por sus calles, sus restaurantes, sus enormes parques y anchas avenidas, enormes Libertador y 9 de Julio, amplísimas, (ésta última nomás mide 110 metros de ancho), como hechas adrede para que por ellas quepan los ciudadanos con todo y egos.
Por el otro lado están los cinturones de miseria, los barrios bravos donde el turismo es leyenda urbana, el sur tan golpeado una y otra vez por las políticas públicas.
Pero como ahora estoy de vacaciones, con todo y pena hablaremos de eso después…
Los días que pasé en Buenos Aires, gracias a la generosidad de Wendy y a mi poca vergüenza para la gorrita café, han sido insuficientes para descubrir, recorrer, palpar y saborear la Ciudad.

Mi tener big problema: me he encontrado cosas tan chingonas (disculpen mis modales, pero es que hay cosas que se merecen estos adjetivos forzadones) que he regresado varias veces a ellos en vez de cómo turista japonés, sacar la foto de rigor y pegar carrera al siguiente monumento.
En Avenida Santa Fe, en Palermo, me topé con EL ATENEO, jóvenes y damiselas. Los hombres de mucho mundo, o mucho Nacional Geographic saben a lo que me refiero: la monumental, exquisita, impactante, sublime, impresionante, bella, apabullante y demás "antes" que se les antojen, librería instalada en un viejo teatro.
Imagínense la escena: en el frontispicio se despliegan sus anchas columnas clásicas por las que se cuelan hacia el exterior los rayos de luz dorada como si invitaran a un gran estreno. Hoy la función le toca a los libros.
Restaurado hasta los mínimos detalles, incluyendo los decorados de los palcos convertidos en saloncitos de lectura. La librería se compone de un espacio de 3 mil 500 metros cuadrados donde los ejemplares están repartidos en el espacio central donde estaban las butacas, el sótano y los espacios laterales en tres pisos del edificio construido en 1919.

Y en el escenario, una cafetería para tomarse algo mientras se hojean los libros, amenizado el ambiente por un viejo pianista que sustituye quizá a una valkiria caderona con casco vikingo como las que representan las caricaturas siempre que hablan de ópera. Perdonen ustedes la ignorancia, pero El Ateneo es poco grito y mucho y respetuoso silencio, que estamos leyendo.
Como para invitar al PresiChente a darse una vuelta.
Se acabó el paréntesis cultural.

Y del otro extremo, ahí andaba yo acompañando a Wendy a tomar algunas fotos. Así conocí otras caras de Buenos Aires. Un cine convertido ahora en santuario religioso cristiano de arrepentimiento a moco tendido, incluyendo transmisión televisiva, como el Dios rating y la charola mandan; Un edificio que sirvió durante la dictadura como centro de detención clandestino, que fue abandonado después de ser expropiado y ahora está convertido en cómodo fraccionamiento para ratas dientonas, panzonas, gris Oxford, cola larga y pa acabarla de amolar, rete bravas.








Y cuando yo planeaba una nueva excursión al Centro Cultural José Luis Borgues "El Puma" (Fox dixit) la Wen me preguntó que si la acompañaba al barrio de La Boca a sacar unas fotos a un puente. Aunque algo debí sospechar cuando me dijo que teníamos que tomar las imágenes antes de las 6 y media cuando se metía el sol.
-¡Ah, chingá!, pensé, ni que hubiera vampiros.
Pero no, lo que hay son roedores, igual de bravos que los comentados anteriormente, pero bípedos.
Ni siquiera pude detenerme a tomar unas pictures de unos pequeños jugando futbol a la sombra del apantallador Estadio La Bombonera. Chulada de foto hubiera salido, como de calendario del DIF. Ni modo. Ahí vamos, correteadotes en busca del famoso puente.
Llegamos al borde del Riachuelo, un arroyo con el mismo atractivo turístico que la Cuenca del Ahogado: putrefacto, lleno de basura y desechos tóxicos.

Apartado, exiliado, canal de comunicación con la llamada Isla Maciel, el territorio perteneciente a Avellaneda es identificado como zona de alto riesgo por las autoridades argentinas.

La Isla Maciel, que en realidad es una pequeña península ha permanecido casi completamente incomunicada porque al Gobierno, dicen, le conviene tenerla así para controlar a sus habitantes de dudosa reputación. Zona de altos índices de violencia, Maciel es controlado por las bandas del área, que saben perfectamente quién entra y sale (si puede) de ahí.
¡Cómo estarán las cosas que una mujer se quejó alguna vez que durante el Gobierno de Menem,las dejaron hasta sin putas (no arqueen las cejas, así decía el periódico).

Los habitantes de Maciel tienen que cruzar en unas barcazas que les cobran 50 centavos. Los remeros son los modernos Carontes que levan las almas del proletariado, mejor conocido ahora como el infelizaje o la perrada, a sus ¿hogares?
Por si acaso, Caronte era el barquero que transportaba las almas de los muertos a través del Río Aqueronte, hacia el Erebo, el mundo subterráneo.

Los barqueros trasladan a los porteños que como si esperaran el camión, hacen pacientemente fila esperando su turno y miran huraños al par de mexicanotes que sacan fotos de las barcas con la candidez como si estuvieran retratando trajineras en Xochimilco.
Yo emocionado sacando imágenes de un par de obreros que se treparon con todo y su bicicleta a la barca y Wendy platicando con una señora que nos hizo caer en la cuenta de que no estábamos un domingo en las lanchitas del Parque Alcalde.

-¡Vámonos!, me dijo Wendy, después de que la señora le dijo con voz firme:
-Ustedes no deberían estar aquí, váyanse antes de que no haya luz, yo sé lo que les digo.
Y mientras tanto, el sol poco a poco se ocultaba en el horizonte, los grafittis comenzaron a verse más amenazadores, y las calles lucieron más vacías, preocupantemente solas.

Así que nos arrancamos a tomar el colectivo, o sea, el camión urbano que nos sacara de La Boca, barrio que en sus paredes deja constancia de que el futbol es cuestión de vida o muerte, pero que razones no faltan para armar camorra, total ¿para qué discutir si se pueden arreglar las cosas a chingadazos?
Luego Wendy muy quitada de la pena me contó que cuando se mete el sol, la policía deja de hacer sus rondines por el barrio.

Fíjate nomás.
Al día siguiente me fui a bobear al Alto Palermo, centro comercial en la esquina de Santa Fe y General Díaz, justo frente a donde vive Charly García.
Compré más libros, no sé como voy a cargarlos.
Me di cuenta de que ya era hora de preparar mi viaje por carretera hacia el sur, mil 700 kilómetros hasta el espinazo rocoso donde inicia algo que le llaman la Cordillera de los Andes.

Próxima entrega:

Resbalándome al caminar por la nieve, cuesta arriba, como si trajera zapatillas en piso de banco recién pulido, con la nieve pegándome en la cara, como pequeños cuchillitos líquidos que hacían que cerrara los ojos, levanté la cabeza y recordé la historia de ese buen hombre que murió sin poder cumplir el sueño de su vida: ver nevar.
Lo disfruté por él.

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