lunes, 14 de enero de 2008

Narcoglamour

El mundo del narcotráfico en México tiene tanto de fenómeno cultural como de show circense. Circo de múltiples pistas que aterra y fascina, que sorprende, indigna y a veces saca carcajadas. Es como escuchar las historias de las viejitas de rancho cuando se les aparecía el "Maligno" vulgo, chamuco. A uno lo asustaban, pero no podías dejar de escuchar.

Como este texto que ganó el premio nacional de periodismo en su modalidad de crónica. "Los buchones", de Alejandro Almazán fue publicado originalmente en la revista eme-equis, uno puede sumergirse en el mundo del narco de medio pelo que vive bajo la consigna que tanto se escucha en esos ambientes: "prefiero vivir 5 años como rey que 50 como guey".

Leyendo estas sabrosas líneas recordé las pláticas de aquella visita en Sinaloa a un bar de malísima muerte y peor suerte si te descuidabas, donde los narcocorridos se cantaban con la enjundia del himno nacional en pelea de Julio César Chávez y los redobles se repetían a manotazos sobre las mesas de lámina de Carta Blanca. Las muchachas se paseaban cerveza en mano mostrando los desbordes de carne de los minúsculos bikinis cuyo reducido tamaño denotaba que se habían gastado la misma cantidad de tela que una toalla para las tortillas. El sexy special costaba 50 varos, imagínense cómo estaba la onda, debería describirlo mejor, pero como siempre, amigos, esa es otra historia...

El texto y la ilustración de arriba lo tomé del blog de alex, visitenlo.


Las claves de Sinaloa son el narco, la impunidad, el soborno y las mujeres. Por eso hay los buchones, los responsables del boom de las estéticas, de que la General Motors venda más Hummers aquí que en ninguna otra parte de México, de que los niños salgan a las calles a jugar a los pistoleros con revólveres de verdad. Viven bien, viven rápido, viven poco.

I. Culiacán, Sinaloa— En uno de sus tres celulares, el Nokia Palm 650, colocó como protector de pantalla una foto suya en la que, en medio de un sembradío de amapola, aparece sujetando un cuerno de chivo con el cargador chapeado en oro, un AK-47 de siete mil dólares con el que parte el aire, porque que en este pedazo de México, cuando falla el habla, habla la bala. “Un pariente me dijo: “Malandrín sin arma es como una puta sin cliente”, y desata una risa estridente y entrecortada en plena bocanada.
Cruel —en un arrebato de talento así ha pedido que se le llame— no pasa de los 25 años y sus familiares le han diagnosticado el incurable síndrome de la mafia.
Cuando aún acudía al colegio, su cabeza se convirtió en un lío: juró que él no iba a tener una vida de desprecio, de trabajo duro y poca paga; él, quién sabe cómo, sería rico. Y su concepto de riqueza consiste en vivir en el exclusivo fraccionamiento Colinas de San Miguel, manejar una camioneta todoterreno con neumáticos anchos y rines de aluminio, comer mariscos y carne asada, dar propinas de cien dólares, beber Buchanan’s en las rocas, cambiar rutinariamente de celulares, vestirse a la moda italiana, mirar televisión por cable, tener aire acondicionado, caballos pura sangre bailadores, un rancho de 20 hectáreas, un jet, una bolsa Louis Vuitton de 400 dólares (que usa como cangurera para guardar tres cosas imprescindibles: cocaína, un revólver y dinero, mucho dinero) y acostarse con una mujer distinta cada día.
“Porque todo eso te da poder y la gente te mira con miedo, con respeto”, filosofa mientras se empuja con cerveza unos camarones crudos.
Cruel se considera adicto a la música de banda, a esas canciones que ensalzan el crimen y la sangre, y siempre celebra con whisky, cocaína y mujeres relucientes las ganancias que obtiene cada vez que mueve droga. Según él, su primer jale o trabajo fue hace unos dos años: sacó a crédito un kilo de pasta básica de coca; en las universidades de Culiacán los jóvenes aspiraron hasta el último residuo. Cruel no sólo recuperó los diez mil dólares invertidos: ganó buena plata, tanta como para darse el privilegio de encargar por catálogo a Nueva York su primera ropa Versace e invitar a una chica dos semanas a Mazatlán.
“Lo demás se lo debo a la suerte”, justifica su vertiginoso ascenso en el mundo del narco. Pero tiene razón: en este negocio un día más con vida es la mejor fortuna. Los traficantes, ya se sabe, necesitan matar para no morir. Matar: verbo transitivo en Sinaloa que exige el tiro de gracia. Viven poco y viven deprisa. Muchos terminan engrosando el ejecutómetro. Demográficamente hablando, Culiacán se controla así: 1.4 vivos por un ejecutado al día. Quizá esa sea la explicación de por qué en los censos esta ciudad siempre oscila en los 750 mil habitantes.
Cruel suele leer los periódicos que contabilizan los muertos y ahí ha corroborado que la vida se va pronto. Por eso dice que todo buchón que se precie de serlo, cuando tiene dinero debe acabárselo.
Y él lo hace. Hoy, por ejemplo, se ha propuesto gastar los 200 mil pesos que trae en la bolsa Louis Vuitton para festejar la Navidad.
Cruel, como muchos hombres, supone que el dinero es poder y hace guapo a cualquiera.
Woody Allen dice que el dinero sólo tiene sentido cuando uno puede comprar el sexo que quiera o tener las relaciones que se le antojen. Y Cruel —quien ignora quién es Allen, él sólo sabe de películas mexicanas de matones y actrices desnudas— paga mucho dinero para sentirse hermoso.
Paga para que lo bronceen. Paga para robustecer su cuerpo en un gimnasio. Paga a una estética para que todos los días le engomen su indomable cabellera, le rebajen el mustio bigote y le recorten las uñas hasta dejarlas redondas. Pero para ser honestos, Cruel sigue siendo feo.
“Eso vale madre con una buena camioneta”, dice con la boca llena, dejando escapar trocitos de camarón crudo curtidos en chile y limón. “Con la Hummer, por ejemplo, hasta el calzón de la morra sale volando”, y descarga nuevamente su risa estridente y entrecortada.
Anoche, en una prueba más de que el dinero lo hace verse apuesto, manejó ebrio su camioneta por todo Culiacán y gastó casi diez mil dólares con tres mujeres de concurso (las trae fotografiadas en ropa interior en otro de sus celulares) y con los jóvenes que le cuidan la espalda. Él tiene una camioneta Hummer. Pagó 80 mil dólares por ella. Antes manejaba una Lobo doble cabina de 370 mil pesos, pero dice que la moda hoy es una Hummer o una Lincoln Navigator de 64 mil dólares. Un día lo miré fascinado cuando salía a la pesca de hembras mientras serpenteaba las calles de Culiacán en los 4 mil 742 milímetros de largo de su camioneta que un día blindará.
En sus confesiones de macho profundo, se jacta de que mujer que ha subido a la Hummer, mujer con la que terminó en la cama.
La ropa de Cruel pasaría por estrafalaria, pero jamás por costosa. Los zapatos que ahora lleva puestos son de cuero de jabalí y Hugo Boss tiene la patente; le costaron unos 500 dólares. Los pantalones son Moschino, dice que pagó 800 dólares por ellos, pero uno de sus amigos me dijo que a veces exagera en las cuestiones de plata. La camisa brilla, es de seda, suave, y en la espalda trae zurcida la marca Versace; jura que gastó casi tres mil dólares en ella, que un amigo se la trajo de la Quinta Avenida en Nueva York, donde está una de las tiendas del diseñador italiano asesinado en Miami. Usa lociones creadas en Francia, se acaba de comprar un Rolex con rubíes, tiene varias gafas Dolce&Gabbana que le cubren la mitad del rostro y nunca olvida colgarse el rosario de oro al que un diamantista le incrustó varios quilates.
Si no trae más vestimenta no es por el desmesurado sol de Culiacán. Es porque cree que tanta ropa entorpece los movimientos y un malandrín nunca, nunca, debe sentirse apretado a la hora de los balazos.
“Con toda esta ropa de marca, atraes a cualquier mujer”, fanfarronea Cruel mientras oprime el atomizador de la loción Moschino que sacó de su Hummer.
Pese a la cantidad de dinero que lleva encima, hay algo que a Cruel lo identifica: es lo que en Sinaloa la gente llama buchón.
“Buchón no, esos son los de la sierra. Nosotros somos compas”, se enfada Cruel y pisa el cigarro hasta triturarlo.
Buchón, en la jerga sinaloense, es aquel habitante de la sierra que se hace millonario por sembrar, empaquetar y traficar mariguana y goma de opio. Se les empezó a llamar así porque en esos lugares el agua es una infamia. Entonces, después de beberla durante años, a muchos pobladores se les hinchó el cuello. La gente, comparando el cuello con el buche de los animales, los llamó simplemente buchones. Luego el tiempo hizo su parte: manoseó el concepto y ahora a todo aquel que se dedica al narco y se viste de modo extravagante se le dice buchón.
Un pariente de Cruel era buchón puro, de los rumbos de Badiraguato. En cuanto tenía dólares, gastaba en botas de piel de avestruz, mandaba traer jeans de Los Ángeles o Tucson y sombreros de Texas, compraba cintos piteados y pedía que a las camisas de seda garabateadas les zurcieran en la espalda el rostro de Jesús Malverde, el santo patrono de los narcotraficantes. Viajaba a Las Vegas y se la pasaba en las máquinas tragamonedas. Un día hasta fue a esquiar a Lake Tahoe, en Nevada. Pudo ir a Nueva York, pero siempre se le hizo lejos y prefirió Acapulco para mostrar lo rico que era. Gastó decenas de dólares por segundo porque supo que iba a morir pronto. Y así fue: lo ejecutaron un día porque en este negocio, además de rencores, hay envidias y esas matan más rápido.
Esa generación de buchones, los auténticos, los de la sierra, sigue viva.
Hace unas semanas, en la Plaza Forum en Culiacán, una linda mujer de minifalda, extensiones en el cabello negro y ojos grandes me confundió con un vendedor de la tienda de discos. Preguntó por los compactos que miraba. Le dije que eran distintos conciertos de Pearl Jam, pero en realidad sólo eran dos; los otros ocho discos estaban repetidos. En eso llegó su pareja, un güero de rancho, rojizo del sol, cuya camisa de seda traía estampada la imagen de San Judas Tadeo en la bolsa sobre el corazón, negros jeans ajustados y botas amarillas. La mujer aún miraba los discos cuando su pareja le preguntó: “¿Los quieres, mi’ja?”. Y no esperó la respuesta: cogió los diez discos con su manaza de campo y fueron hacia la caja para pagar.
La cajera cobró los discos de Pearl Jam, uno de la Banda El Recodo, otro de éxitos de Los Tigres del Norte y la primera temporada, en DVD, de Los Sopranos.
Cuando le conté a Cruel la historia alardeó, con su risa estridente y entrecortada, que eso no era nada, que él le ha regalado diamantes y esmeraldas a varias mujeres; que a una le paga la colegiatura de la universidad y que a otra la llevó un mes a Europa, donde la vistió, la calzó y “socializó” con ella hasta el hartazgo. Socializar, en su lenguaje, es coger.
Entonces supe que los buchones, que los compas, por tener a una mujer, no saben en qué gastar.


II.— Los cuatro puntos cardinales de Sinaloa, ya se sabe, son el narco, la impunidad, el soborno y las mujeres. Por eso existen los buchones.

III.— Erre Ele es un compa extraño. Se considera sencillo, lejos de las estridencias. Pero su anillo con diamantes, el enorgullecerse de que tiene hijos que ni siquiera conoce porque las mujeres han tenido la culpa —“para retenerme se han embarazado las muy cabronas”—, recordar que tuvo en casa tigres de bengala y otros animales exóticos, que ha hecho varios envíos de droga a Estados Unidos, y el que se vanaglorie de que fue una máquina de matar, inevitablemente le restriegan a uno que un bandido no se retira, sólo hace una pausa.
Por eso Erre Ele prefiere moverse en un compacto austero que en la camioneta de 440 mil pesos que se compró hace meses. Dice que ahora escucha a The Beatles y que dejó a un lado los discos de El Potro de Sinaloa. Sigue comprando su ropa por catálogo en Nueva York, pero ha agarrado la costumbre de vestirse con las imitaciones chinas de Versace, Tommy y Armani. Y antes, como sus amigos, solía ir a rentar películas mexicanas en DVD (como Tras las rejas por culero, La ley del ojete y Para narco cabrón federal más chingón, estelarizadas por Jorge Reynoso, Miguel Ángel Rodríguez, Chelelo, Hugo Stiglitz, Sergio Mayer y Lina Santos), pero ahora está deslumbrado con HBO y Discovery Channel, aunque no por ello deja de pensar a quién le debe dinero, a quién tiene que cobrarle o cómo le hará para mover la siguiente carga de droga.
Erre Ele critica hoy a los otros buchones de simples, glotones, estrafalarios, de tener mal gusto y ser despilfarradores.
“Si tienen cinco mil dólares, los mismos que se los gastan los plebes en una camisa, aunque se queden sin nada en la bolsa. No piensan. En este negocio estás arriba y abajo, por eso hay que invertir en propiedades para cuando se te acaba el dinero”, aconseja luego de que sumerge en una salsera un grasoso totopo.
Erre Ele ha aceptado platicar con la condición de omitir algunos detalles. Es alto, corpulento. Un pariente suyo lo describió como un fumador empedernido, pero eso fue en otra época. Ya no fuma nicotina, sólo mariguana.
Ahora faltan seis minutos para la medianoche y Erre Ele dice que un compa de verdad debe saber cuándo llegar y cuándo marcharse.
Pero esa máxima no se aplica en él: sólo dejó de ser matón a sueldo.
Y no recuerda a cuánta gente ha matado. No se acuerda y ni siquiera se esfuerza en tratar de precisarlo. Pero sí dice que algunos muertos fueron gratis. “A veces sueño que aún sigo quebrando”, dice preocupado, como si eso fuera peor que enfrentarse a alguien y reventarle la cabeza a ráfagas.
Cree que todo —“el asesinato de un cura marica o la muerte accidental de un niño”—, se puede pagar con arrepentimiento. Su retiro de matón no fue porque en Sinaloa se haya devaluado la vida —“ahora por un cigarro de mota o una dosis de cristal contratas a un sicario”, informa. No. Algo le pasó y de eso prefiere no hablar.
Quizá aprendió que en este negocio el que logra fama tiene los días contados.
“Uno de plebe quiere que le hagan un corrido, pero cuando te exhibes más de la cuenta, eres hombre muerto”, dice Erre Ele mientras le grita al mesero para que le traiga una cerveza. Porque eso sí: si hay algo que tiene esta clase de hombres es que son mandones. Conocí a uno que, aún teniendo enfrente los cigarros, ordenó a su mujer que se los acercara y ella estaba a unos diez metros de distancia. “Y hay otros que matan a traición sólo para cobrar fama de valientes, pero a esos los matan más rápido”, agrega cuando le llevan su Modelo escurriendo en el tarro.
Tiene razón: un joven buchón que sólo me permitió hablar con él pocos minutos me dijo que le encantaría que un día estampen sus fechorías en las primeras planas, que quería que todos le temiesen, y que ha matado porque las armas no son para guardarse.
Erre Ele es astuto como el diablo. Si no, no hubiera rebasado los 40 años de edad. Y ahora, como las ráfagas, recuerda bastantes extravagancias.
Por ejemplo:
Cuenta que a la mujer de un buchón le sacaba tanto de quicio el manchado natural del mármol italiano, que lo mandó a quitar para colocar una alfombra amarillenta traída del Medio Oriente. Que otro todavía viaja en su jet a Arizona sólo para ir al cine con la mujer en turno. Que uno, cuando se casó, mandó a tapizar con rosas rojas y blancas las escaleras del hotel. Que hay quienes compran celulares únicamente para telefonearles a sus novias una vez y luego los tiran. Que un amigo suyo acaba de comprar una mesa de billar con las buchacas de oro, porque así lo deseaba su esposa. Se acuerda de otro que ordenó destruir los armarios de cedro tallado por unos de PVC que le agradaron a su morra. Que un conocido mandó a traer un piano de cola a Francia para regalárselo a su mujer. Y dice que hace poco un compadre, para festejar el cumpleaños a su esposa, paseó a la mujer en un auto convertible con banda, globos y peluches.
“Así somos para deslumbrar a las pollas”, dice Erre Ele que ya ha bebido en este rato cuatro cervezas, se ha tomado su Tafil y sólo le falta fumar mariguana para que al rato, en el colofón de la hierba, pueda dormir. “Y a las mujeres hay que vestirlas bien y enjoyarlas para cogértelas. Ya cuando las dejas, si tienes hijos con ellas, sólo ves por los plebes. No vas a vestir a la polla y tenerla al pedo para que otro cabrón se la tire”.
—¿Y a ellas les gusta andar con ustedes?
—¡Por supuesto! —y se tumba hacia atrás de la silla—. Les gusta lo prohibido, son interesadas, quieren estar al puro pedo, bonitas. Y a nosotros nos gustan así, buenotas, nalgonas, piernudas, guapas y valemadristas para estar a tono con los otros compas.
—¿Y qué acostumbran regalarles a las mujeres?
—Diamantes, esmeraldas, dinero, camionetas y casas. A otras les gustan los animales, como los caballos bailadores. Hace años un amigo le regaló a una morra un ranchito y en la entrada la estaba esperando un caballo de ésos; en el hocico traía un diamante. Fue bien perrón, dicen que hasta lloró la morra.
A Erre Ele le entra una llamada a uno de sus celulares.
Habla en claves que sólo él entiende. Cuelga. Dice que se tiene que ir a un jale y esos no esperan. A él le va mejor, hablando en dólares, cuando trae droga de Colombia, la vuela en avioneta hacia Estados Unidos o la transporta en lancha. “Pero en eso tienes más posibilidades de morir, porque las envidias son muchas en este negocio: si ven que tienes éxito, te matan, los hijos de la shingada”.
Lo veo marcharse.
Y no creo que abandone los revólveres, el tráfico y la lucha contra la muerte.
Porque un bandido de verdad no se retira, sólo hace una pausa.

IV.— Doble T es un sol naciente, un hombre que va escalando en el narco.
Desde hace rato se ha estado alicusando. (La palabra alicusar sólo existe en Sinaloa y significa arreglarse para una fiesta. En el resto del mundo es acicalar, pero aquí es alicusar y punto).
Decía que Doble T se está alicusando para una fiesta, que la loción Dolce&Gabbana ha impregnado en su cuerpo, que su cabello está engomado y sólo le falta mirarse por enésima vez al espejo para sentirse listo. La fiesta será en un salón que, según el mito, fue construido en pocos días para celebrar un bautismo; por la rapidez, en pleno festejo se derrumbó el techo, y seguramente alguien pagó las consecuencias. Me prohíbe decir qué se conmemora, pero autoriza a informar que cantarán Julio Preciado y un fulano llamado Sergio Vega. El primero cobrará por una hora 25 mil dólares; el segundo, 15 mil dólares. Para recorrer mesa por mesa, una banda tocará hasta el amanecer por unos cien mil pesos.
“¡Un chingo de billete, bato, un chingo!”, sigue admirándose Doble T de las excentricidades de un mundillo que conoce desde niño.
A él lo deslumbran este tipo de fiestas porque hay todo lo que necesita: perico, música, whisky y mujeres. La cocaína, en un festejo como éstos, sólo se consume en el baño por pudor. El resto se deja al libre albedrío. Hoy, y siempre, tiene la expectativa de seducir a una hembra. Y, si sus fanfarronerías son ciertas, lo hará: “A mí me buscan por lo guapo y no tanto por el dinero”, alardea.
Él no tiene tanta plata. Apenas le ha alcanzado para comprar imitaciones chinas de ropa italiana, para traer una camioneta que apantalla y “para la vagancia y la peda”.
Algunos de sus amigos, en cambio, ya son un sol de mediodía.
Y Doble T aspira a alcanzarlos.
Imagina, por lo pronto, que llegará el día en que, igual que sus amigos, gastará tres mil dólares en una camisa. “Eso sí: va a estar perrona, sin tanta madre, sin tanto garabateado; mis amigos piensan que lo caro, aunque esté feo, es lo más chingón… están pendejos”, dice. Supone que cuando se case desembolsará, sólo para la música, 50 mil dólares, mandará a revestir el salón de flores caras, tendrá una gran copa llena de cocaína en el baño para sus invitados y se irá de luna de miel a recorrer el Caribe en un crucero. Cree, también, que llegará el momento en que lo cuiden unos esbirros y éstos le regalarán, como a todo buen capo, ranchos con lagos artificiales, diamantes puros, camionetas blindadas, caballos y leones, relojes lujosísimos, todo para congraciarse con él. Claro que él preferiría que le obsequien armas diseñadas en oro para que cada bala que escupa valga la pena.
Entonces Doble T se marcha a la fiesta a seducir a una hembra.

V.— Los buchones son los responsables del boom de las estéticas, de que se fundaran escuelas para aprender modales, que la General Motors venda más Hummers aquí que en ninguna otra parte de México, que los colegios privados subieran sus costos, que los salones de fiestas encarecieran sus tarifas, que las funerarias mandaran hacer ataúdes con armas talladas en el cedro, que los brujos se pusieran a sus órdenes, que los músicos de banda tocaran mejor con una bolsa de cocaína como propina, que los niños salgan a las calles a jugar a los pistoleros con revólveres de verdad. Y llevaron algo de amor para dignificar la muerte.

VI.— A Sin Nombre lo conocí en la Feria Ganadera de Culiacán, que no es otra cosa que la fiesta anual donde los buchones pueden exhibir su poderío. Y éste consiste en ver quién maneja la mejor camioneta, quién despilfarra más dólares contratando bandas para bailar, quién bebe Buchanan’s 18 años y lo combina con perico, quién llega rodeado de matones a sueldo, quién apuesta cifras inalcanzables en las peleas de gallos, quién monta mejor a caballo, quién carga con más celulares y quién imanta a más mujeres.
Sin Nombre contrató cinco bandas que tocaban al mismo tiempo mientras él hablaba al penal de Culiacán para que algunos de sus amigos recluidos escucharan la canción que les dedicó. Traía Buchanan’s y coca. Lo cuidaban varios hombres de cara dura que escudriñaban los alrededores. Ya había perdido 300 mil pesos en el palenque y se burlaba de sí mismo por confiar en perdedores. Y tres mujeres, cuya belleza parecía haber sido diseñada por computadora, se le encaramaban. Entonces le pregunté que cuánto traía en su cartera.
—Traigo la cantidad que me digas —dijo sin alterarse.
—¿Un millón de dólares?
—No cabe en la cartera, pero sí, lo tengo si pido que me lo traigan —y se empujó un whisky con agua mineral.
—¿Y ahorita, cuánto ha gastado?
—Sin ofender, lo que en tu vida nunca vas a tener.
Quién sabe si Sin Nombre exageró. Aquí en Culiacán las cosas terminan por ser necesariamente ciertas.
Dijo que él sólo se dedica a “mandar, mandar, mandar y mandar”.
Que come, trafica y mata a toda prisa. Que desde los ocho años de edad su padre le dio un revólver para defenderse y desde entonces es malo. Que la vida ha sido benévola con él, pero que sí, que le han matado a mucha parentela. Que suele consumir cocaína para ligar bien las ideas. Que las fiestas en Acapulco son espectaculares porque ahí se termina acostando con actrices, cantantes y edecanes. Que él busca respeto y que eso, en este país, sólo se gana siendo un malandrín pesado. Que no le da miedo morir sino vivir demasiado. Y que tiene muchas esposas porque le gusta rodearse de mujeres, cada una más guapa que la otra.

VII.— Sacado del diccionario de la Real Academia Sinaloense.
Buchona: dícese de la hembra de la especie humana que, una vez mirada, nunca es posible olvidar sus extensiones de cabello, sus largas uñas de colores, sus dientes blancos, su bello rostro acentuado con maquillaje, su ropa y accesorios fulgurantes, sus zapatos de tacón alto, su impúdico escote y sus nalgas.
Dícese de la bípeda mamífera que le pertenece a un buchón, que le paga todos los caprichos, la envía a Guadalajara a que un cirujano plástico le arregle las imperfecciones, es parte de su equipaje de viajero, cumple sus fantasías eróticas o la utiliza para fanfarronear.

VIII.— Si los ángeles existen, entonces, a primera vista, Fuego parece uno de ellos.
Trae los pies enfundados en unas zapatillas de Dolce&Galbana que la hacen crecer diez centímetros. Sus tobillos, piernas, muslos y glúteos vienen protegidos por unos jeans Versace que compró cuando se relacionó por tercera vez con un buchón. Trae un cinturón de plateados círculos entrelazados comprado en el centro de Culiacán, donde toda la ropa es obscenamente brillante. En las muñecas trae pulseras con diamantes y un reloj Cartier, obsequio de su penúltima pareja, que ahora está muerto. Sus extensiones rojas combinan con sus uñas, a las que la manicurista les dibujó unas flores con corazones; presume que pagó 20 mil pesos en la estética para que todo estuviera en su lugar. Su rostro es un poema. Pero lo que más sobresale es el top negro Bebe: si se ha operado los senos, si el médico le cobró 45 mil pesos por aumentar dos tallas, está consciente de que los debe exhibir. Y lo hace.
Fuego tiene 20 años, va a la mitad de su carrera y vive en uno de los barrios más pobres de Culiacán. Una amiga suya la define como una rosa en medio de magueyes.
Ahora es mediodía y llega al restaurante. Camina con altivez. Se sienta, cruza la pierna izquierda, enciende un cigarro, se quita las gafas Cartier de piloto espacial y ordena una cerveza para ponerle orden a la resaca.
—¿Qué se necesita para ser buchona?
—Estar buena, mi rey, estar bien buenota
—entonces se levanta y se luce caminando como si estuviera en una pasarela de Milán. Disfruta su vanidad, le paladea provocar la envidia.
Y no exagera: un requisito indispensable para que los buchones miren a mujeres como Fuego es, precisamente, su belleza natural.
Lo demás que le cuelguen o le pongan son sólo juegos pirotécnicos.
Pero otra cláusula es el riesgo.
“Tú sabes que si andas con un buchón también caes con él”, dice y acaricia la panza del envase de Corona. “A una amiga la ejecutaron junto con el morro que andaba, a eso te expones”.
—Entonces, ¿por qué arriesgarse?
—Porque necesitas dinero. Mis padres son muy pobres y yo tengo que pagar mi celular, mi universidad, mi ropa, tengo que cuidar mi cabello, mis uñas y eso cuesta un chingo.
Fuego suele gastar al mes entre 50 y 70 mil pesos. Pero hay noches, como cuando a Culiacán llega la Feria Ganadera, en que su buchón le ha dado 30 mil pesos para vestirse para la ocasión.
—¿Y ustedes en qué se fijan? ¿Qué las atrapa de ellos?
—El dinero —y sonríe como si se avergonzara, pero Fuego se considera una desfachatada—. Nos fijamos en que su ropa tenga marcas, que tengan buena camioneta, que sean lo bastante extravagantes, porque ahí siempre hay dinero.
—¿Y si sólo es un parapeto, si resulta que no tienen dinero, pero se ven bien?
—Entonces los mandas a la chingada. En eso te das cuenta de inmediato: le dices que te compre algo y si te pone un pretexto, entonces ya no le sigues el rollo; el que sigue —y voltea a mirarse al espejo que está a sus espaldas, simulando una pared.
—¿Y sólo deben andar con uno o hay libre albedrío?
—No, la regla dice que sólo debes andar con él. Son muy celosos. Una amiga se atrevió andar con otro al mismo tiempo y el bato la madreó bien feo. Para sobrevivir hay que respetar el mayor número de reglas.
Y los estatutos buchones dicen:
La buchona es de quien la trabaja.
Las buchonas no trafican, sólo se benefician de las ganancias.
Entre buchones no se arrebatan las mujeres; ellas deciden cuándo termina. “Nosotras sí sabemos cómo desarmar a estas bestias”, se jacta.
Si le regalan una casa a la mujer en turno, sólo es para que ambos tengan sus zooms sexuales. Si es violado el artículo: “Te matan. Una amiga llevó a su novio formal y los encontraron; la muerte apareció en el periódico, le pusieron que fue un crimen pasional y esas mamadas”.
Y si el compa invierte, la buchona debe estar dispuesta a todo.
“Una vez, un buchón gastó en mí como cien mil pesos y se los cobró en el motel. Pagué cara la inversión”.
—¿Y siempre se paga caro?
—Pues es que depende la inteligencia. Con ese morro, la verdad, sí tuve miedo, porque me puso la pistola en la boca. Pero te puedes apartar si juegas con la cabeza. Por ejemplo: si ves que ya quieren llevarte a la cama y el plebe está guapo, pues le entras, no hay pedo; pero si está feo el cabrón, porque muchos son feos, entonces les presentas a otra amiga y con eso calman su calentura. Otras veces, si están muy piñados contigo, entonces desapareces de Culiacán hasta que anden con otra morra y te olviden.
—¿Y cuántas veces has tenido que desaparecer de Culiacán?
—Pues quise hacerlo una vez, pero te digo que me puso la pistola en la boca. Pero mis amigas lo hacen seguido. Hace poco le llamaron a uno para que las llevara a un antro, les pagó todo y hasta les dio dinero para que se compraran lo que quisieran en la plaza. Entonces le dijeron que iban al baño y se fueron del antro, lo dejaron colgado. Esa misma noche el bato las estaba buscando para matarlas, pero a las pocas semanas lo ejecutaron en la sierra y pues mis amigas pudieron salir de donde estaban escondidas.
Fuego no sólo ha sentido el cañón de un revólver, también el de un cuerno de chivo y los dientes de un cuchillo. Pero sobre eso no quiere abundar.
“Lo bueno de mí y de mis amigas es que somos como los perros: nos acostumbramos muy rápido a los nuevos amos”.
Después de un par de cervezas Fuego tiene la boca grande y los oídos pequeños. En otras palabras: no escucha y no para de hablar.
Dice que todos los días se levanta a mediodía, que todas las noches sale con el buchón en turno, que les paga en dólares a sus maestros para acreditar las materias y así se olvida que debe acudir a la escuela, que prefiere los BMW pero aquí creen que esos autos son para los homosexuales, que sus padres no le recriminan su forma de vida porque ella les da entre 15 y 20 mil pesos al mes, que lo más estrafalario que le han regalado ha sido un viaje de un mes en Europa, que si no viste ropa brillante se siente insignificante, que las buchonas siempre deben brillar, que le gusta conocer a los capos pesados porque entonces ella gana respeto en el mundo del narco, que no se droga, que le gustan los mariscos y la cerveza, que no hace ejercicio, que ayer le trajeron de Nueva York un vestido Armani y está muy emocionada, que manejaba un camionetón pero como ya no anda con el compa, tuvo que entregarle las llaves, que aprendió a tirar un arma en un rancho, que le gusta ir a los bautizos de hijos de buchones porque dan centenarios en el bolo, que sus antros favoritos son La Tequilera y El República, porque ahí siempre hay quien cargue más dinero que el otro, que con el buchón que anda le ha dado unos 300 mil pesos todavía sin nada a cambio y que espera en Dios que siempre siga “bien buenota”.
Al final le digo que parecía un ángel cuando llegó. Se echa a reír, se mira por enésima vez en el espejo para alimentar su narcisismo. Pero le digo que después de escucharla, sin ofender, parece más el vecino del diablo. “Entonces en tu texto ponme Fuego o algo así”.
Se le quedó Fuego.

IX.— Lo último que supe de Cruel es que embarazó a una buchoncita, que está por comprar la Lincoln Navigator, que se quitó el bigote para verse menos feo, que sigue cosiendo el aire con su AK-47 y que colocó como protector de pantalla en un nuevo celular una fotografía reciente: tiene en las manos muchas pacas de a kilo de cocaína, carcajeándose, con su risa estridente y entrecortada.

1 comentario:

EL RESPETABLE dijo...

qué chingona crónica. lo mejor sería que los datos y las personas fueran ciertas